Vigencia de Borges

Convocados por adn, escritores argentinos de la nueva generación aportan su visión sobre el valor y la vigencia de la obra de Borges, a 25 años de su muerte. 

   Guillermo Martínez. Borges escribió una obra deliberadamente atemporal, al enlazar sus relatos y sus poemas con tradiciones milenarias o clásicas muy sólidas (Las mil y una noches, las leyendas chinas, las sagas vikingas, los griegos, la literatura clásica inglesa) y dentro de la historia argentina, con su parte también más mítica y  emblemática (las guerras de Independencia, los gauchos, los orilleros y malevos, los malones de la pampa). De modo que en principio no debería ni ganar ni perder vigencia: gran parte de su obra ya estaba escrita a mediados del siglo pasado. Supongo que nunca pareció actual, ni tampoco anticuada, sino que aspiró desde el inicio a parecer eterna, como una forma platónica.


Es un escritor que contiene literaturas. Alguien que ha logrado decantar formas arquetípicas y temas que recorren la historia de la literatura para reencarnarlas en su “destino sudamericano”. Sus cuentos casi siempre asimilan alguna tradición y la recrean en lenguaje y modo argentino, sin perder de vista esa abstracción de lo genérico, de modo que el ejemplo particular lleva en sí y alude permanentemente a una forma universal. Al leer a Borges se tiene la impresión (ilusoria, pero vívida y convincente) de que se absorbe en dosis concentradas y poderosas toda la literatura. Y a la vez, es un maestro de estilo, con un arte propio de adjetivar. Y a la vez, en casi todos sus cuentos, hay una segunda hondura filosófica. Y a la vez… (Sí, tiene algo de descenso infinito, de capas y capas.)

   Supo construir un universo propio, bien definido y muy vasto, donde conviven lo argentino y lo universal como dos avatares igualmente legítimos. Con su ensayo “El escritor argentino y la tradición” acabó para siempre con esa estrecha polémica entre lo local y lo universal. Contribuyó también a una variante argentina y muy original del género fantástico, en que los objetos mágicos iluminan de una manera al mismo tiempo mítica y cercana realidades cotidianas (“El Aleph”, “El Sur”). Encontró una forma tan propia de escribir y adjetivar que anula de inmediato las imitaciones. Recobró para los géneros (el relato policial, el de espionaje, el cuento fantástico) la dignidad literaria que nunca debieron perder a manos de los profesores universitarios. Fue un gran polemista de ironías temibles y memorables. Escribió ensayos sobre literatura de precisión cartesiana. Fue el autor de cuentos de tal perfección que hoy nos parece increíble que no hubieran existido antes. Fue también un poeta de versos que la gente guarda y memoriza como epigramas de todo lo que es hondo y certero y secreto en la literatura.  

   Lo que lo diferencia, o destaca de todos los otros es un curioso efecto de su fama, una fatalidad del aura creada a su alrededor por los lectores “con previo fervor”, cierto fenómeno de religiosidad en torno a su figura, y su literatura, que ya señaló muy bien Juan José Saer. Se lee a Borges como los cabalistas leen la Biblia, creyendo que todo está allí, que cada frase tiene una razón de ser, que cada conexión es la precisa, que nada sobra, que nada falta, y que si hay cosas que no vemos es porque no hemos pensado lo suficiente, o porque no tenemos la fe suficiente. Esto se extiende a los máximos expertos en Borges y da lugar a anécdotas divertidas. La más apasionante es quizá el affaire alrededor de un soneto considerado apócrifo que se devela en un libro extraordinario de Héctor Abad Faciolince (Traiciones de la memoria). Existían dudas razonables de que ese soneto fuera apócrifo. Consultados los especialistas más eximios, todos coincidieron en que no podía ser de Borges porque había uno o dos versos imperfectos “que Borges jamás hubiera escrito”. El razonamiento evidente que aplicaron es: Borges es perfecto. Hay en este poema un verso imperfecto. Luego el poema no puede ser de Borges. Sólo que el libro prueba, de manera indudable, que el soneto, después de todo, era de Borges. En fin, se ve aquí el peligro de que lo abrumen el mármol y la gloria.

   La historia le reservará un lugar en primera fila entre los grandes escritores de todos los tiempos. Su nombre se une fácilmente al de Homero. Y más allá de la coincidencia icónica de la ceguera, un lugar así no parece excesivo, sino de estricta justicia poética. Aunque espero que no corra la suerte amputada de otros clásicos, que siempre son citados para nunca ser leídos.

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