Gertrudis y Claudio / Updike

LA VOZ PERSONAL Y LA VOZ HISTORICA

Gertrudis y Claudio
John Updike
Tusquets, Colección Andanzas, 232 páginas, 2001.
Publicada en La Nación con el título La voz histórica de la literatura, 2001.

   Hay una tentación a la que sucumben cada tanto los buenos y aún los grandes escritores: la de sacrificar en algún libro su voz personal, contemporánea, reconocible, para impostar lo que suponen es otra voz general, más perdurable, o más prestigiosa: la voz histórica de la literatura.  Le ocurrió a Thoman Mann con esa aburrida simulación de crónica medieval que se llama El elegido; suele ocurrirles, en la antesala del Nobel, a los que estrujan sin perdón de Dios los evangelios y por segunda vez le ocurre a John Updike, después de El Centauro, con Gertrudis y Claudio 
   Ya por supuesto la sola postulación de tal voz histórica es problemática: la imagen, de raíz en verdad hegeliana, tan frecuentada  por el postmodernismo, de una literatura que se hablaría a sí misma a través de los escritores en una suerte de oscuro ventrilocuismo, o la variante de Borges, de una biblioteca eterna en la que todo escritor es amanuense o pasador de páginas, pueden ser ingeniosas, o atrayentes desde un punto de vista estético, pero no, por supuesto, necesariamente verdaderas. La cuestión llega a un interesante punto crítico cuando se trata de la obra de Shakespeare. “¡Oh, poderoso poeta! Tus obras no son como las de los demás hombres, simple y llanamente grandes obras de arte, sino también como los fenómenos de la naturaleza, como el sol y como el mar...: hemos de estudiarlas con entera sumisión de nuestras propias facultades, con fe perfecta de que en ellas es imposible que falte ni sobre nada...”  A este fervor casi religioso de Thomas de Quincey, no tan distinto del que sigue animando a legiones de académicos y críticos, el propio Borges opone en el prólogo a Macbeth otra imagen más cauta, y nos deja entrever horribles posibilidades, al recordarnos que a principios del siglo diecisiete, “escribir para el teatro era un menester literario tan subalterno como lo es ahora escribir para la televisión o el cinematógrafo”.
   ¿Había ya algo esencialmente inmortal, acabado y perfecto en esas obras escritas con las urgencias del estreno, y a las que el mismo Shakespeare no dedica una línea en su testamento? ¿Había en ellas un arquetipo superior en cualquier sentido de literatura?  ¿O fue sólo un surco marcado por los caprichos del tiempo, que los estudiosos de las sucesivas generaciones hicieron más y más profundo en el acto de excavar?  Para formularlo de una manera general: ¿hay en en el pasado santos griales y fuentes literarias más puras que los escritores con afanes de arquéologos pueden todavía recobrar?
   Como en las profecías autocumplidas, en la medida en que muchos escritores crean que sí y coincidan en propagar ecos de las mismas voces estarán construyendo sin duda una clase de voz envolvente e “histórica”, pero a la vez fatalmente falseada, porque sólo dará cuenta en el fondo de la forma de mirar y valorar hacia atrás que tiene cada presente sobre el pasado. Y bien, este es el dilema del que no consigue escapar Updike en su libro. Su intención en Gertrudis y Claudio es reconstruir en una narración única, a partir de varias fuentes dispersas -desde la Historia Danica, de Saxo Grammaticus hasta la adaptación del Ur-Hamlet que conoció Shakesperare-  el drama de infidelidad y asesinato que antecede a la acción en Hamlet.
   La novela se centra en el personaje de Gertrudis, la madre de Hamlet, y registra su vida desde que, apenas entrada en la adolescencia, es entregada por su padre en matrimonio a Horwendil, hasta la consumación en su madurez del amor adúltero hacia el hermano de su esposo, Claudio, incluyendo por supuesto el asesinato de Horwendil con veneno en el oído, que convertirá al rey en el famoso espectro errante.
   Arrastrado por la importancia del asunto que se propone tocar, Updike empieza su libro en un registro entre majestuoso y arcaico. Como en las películas históricas de Hollywood, no deja pasar la ocasión de dar todos los detalles de decoración, vestuarios  y costumbres de la época.  Afortunadamente, pasado este primer acorde de erudición, sus reflejos de escritor logran hacer olvidar la doble artificiosidad que supone volver a contar una leyenda y tratar de reproducir la sensibilidad de una época y la novela encuentra un rumbo sereno y agradable.  Gertrudis, sobre todo, está retratada con delicados equilibrios y con matices sutiles de acuerdo al paso del tiempo. Sabe, en su angustiosa lucidez, que no puede oponerse frontalmente a los designios del férreo mundo masculino que le toca y como tantas mujeres antes que ella, como tantas después, encuentra en los placeres del adulterio su programa de liberación privado. Así, el verdadero tema de la novela de Updike es finalmente el de la infidelidad, con sus goces, tormentos y castigos.
   “Menos escrupulosa y crédula que la nuestra”, dice en el mismo prólogo Borges, “la época de Shakespeare no creía que la historia fuera capaz de recuperar el pasado, pero sí de acuñarlo en gratas leyendas”. La novela de Updike, pasado el primer sobresalto, no persevera por suerte en recuperar el pasado pero puede leerse, sí, como una leyenda grata. Tal vez entonces, después de todo, el propósito inicial haya sido cumplido. Traducción excelente de Jordi Fibla.

Volver a Reseñas