La puesta en escena de la lectura y la circulación del secreto en Crímenes imperceptibles / Jelicie

¿Qué es una mujer sin secretos?

 El puro conocer no habría estado en condiciones de hacerlo. Quien nos develase la esencia del mundo causaría en todos nosotros la desilusión más desagradable. No el mundo como cosa en sí, sino el mundo como representación, como error, que es tan rico de significado, tan profundo y maravilloso y lleva en su seno tanta felicidad e infelicidad.
Frederic Niestzche

Mentir con la verdad, con todas las cartas sobre la mesa….
Arthur Seldom

La solución del problema más importante de la historia de la matemática contra una chica hermosa…todavía gana la chica, supongo.
Arthur Seldom


            La anécdota de Crímenes imperceptibles es en principio sencilla: un matemático argentino viaja a Inglaterra porque ha sido becado para realizar un postgrado en Oxford; allí, la confortable calma de los primeros días de estadía es interrumpida por la muerte de Mrs. Eagleton, la anciana que le ha dado hospedaje al estudiante, primera de un conjunto de muertes que, poco a poco, irán tomando estado público y serán conocidas como la “serie de Oxford”. El esperado desafío de averiguar quién es el culpable de los crímenes, y cuáles son los móviles criminales, comienza a verse desplazado cuando otros desafíos empiezan a imbricarse en la trama policial: las muertes operan como disparadores de misterios aún más antiguos y, en apariencia, imposibles de resolver; todos están atravesados, de uno u otro modo, por series matemáticas.
            El presente trabajo se propone como una lectura de Crímenes imperceptibles teniendo en cuenta una característica fundamental del género policial que la novela de Martínez exaspera al máximo: la autorreferencialidad. Lo que llamamos “puesta en escena de la lectura” es la forma en que esta autorreferencialidad se hace carne en el texto: va de los mecanismos de lectura puestos en práctica por personajes que leen, en el interior de la trama, los enigmas y secretos (policiales, matemáticos) planteados en ficción, a una reflexión sobre los mecanismos de lectura de la propia novela, del género policial, de la literatura misma. Todo lo cual nos conduce, casi “imperceptiblemente”, a reflexiones sobre el consumo y el mercado, en el sentido en que Roland Barthes concibe el intercambio literario: “El relato: moneda de cambio, objeto de contrato, apuesta económica; en una palabra, mercancía, cuya transacción (…) no está ya limitada a la oficina del editor, sino que se representa a sí misma en la narración” (BARTHES, 1980:73). Es decir que nos vamos a ocupar de cómo el intercambio narrativo se representa a sí mismo en la narración; de cómo, por ejemplo, el relato se somete a una economía particular en el interior del texto (la transacción entre lectura y secreto), sin profundizar en las condiciones de producción y circulación del texto desde un punto de vista empírico, en tanto mercancía‑libro.
            El modo de proceder de este análisis va del texto a la teoría y no al revés: la idea es no usar la teoría para comprobarla y "aplicarla" al texto, sino tratar de leer los "enigmas" literarios con la ayuda de las herramientas teóricas a disposición, a modo de citas que no necesariamente serán explicitadas en todos los casos. Por otra parte, se trata de una lectura en el sentido más fiel posible del término, ya que intentaremos plasmar cronológicamente el recorrido que la escritura de la novela nos impuso como lectores. De este modo, intentaremos que el lector de este trabajo avance en igualdad de condiciones que su escritura en lo que respecta a los interrogantes abiertos y a la posibilidad de dilucidarlos. Desde luego, se trata de reproducir un artificio típico del género policial que, tarde o temprano, desnudará su simulación.

I.
         Una vez avisado el lector sobre su doble rol de protagonista y narrador en primera persona (parte de un ineludible protocolo que sirve, además, para introducir ciertas referencias del lugar, el objeto y las motivaciones de la historia), el joven becario argentino entra y hace entrar al lector‑ en el escenario de las acciones, usando estas palabras:

Y sin embargo, con toda puntualidad, a las nueve de la mañana del día siguiente, el avión horadó tranquilamente la línea de brumas y las verdes colinas de Inglaterra aparecieron con verosimilitud indudable, bajo una luz que de pronto se había atenuado, o debería decir, quizá, degradado, porque esa fue la impresión que tuve: que la luz adquiría ahora, a medida que bajábamos, una cualidad cada vez más precaria, como si se debilitara y languideciera al traspasar un filtro enrarecido (10‑11).

         Dejando por ahora de lado todo lo que se pueda decir acerca de esta topografía reconocible, que anuncia la distancia entre dos continentes, el sudamericano y el europeo, y dos geografías, la argentina y la inglesa (cuya “línea de brumas” parecería ya simbolizar la naturaleza impura, contaminada, transgresiva, de este traspaso de fronteras), el espacio que abre el fragmento es bastante más amplio de lo que parece, e instaura en el relato los parámetros de percepción que, desde la propia percepción del narrador-personaje, van a desplegarse a lo largo de la trama como temas de reflexión y como factores estructurantes de la instancia de lectura. En efecto, lo que el personaje ve en los momentos iniciales de la experiencia narrada es lo que al lector le es dado “ver” recién comenzada su lectura, con todo lo que ello implica en términos de una “impresión” primera, que abre un mundo de “verosimilitud indudable” al mismo tiempo que lo “atenúa” o lo “enrarece”, porque de lo que se trata es de comenzar a percibir qué es lo que hay más allá de lo que se ve ‑y de lo que se lee‑ a primera vista.
Las metáforas visuales y lumínicas funcionan preliminarmente como matrices de percepción de una realidad en cierta medida reconocible ‑verosímil‑ pero a su vez  no conocida del todo, como si de estos primeros efectos lumínicos y visuales surgiera en un mismo movimiento una conciencia de lo invisible a partir de lo visible, la impresión de que hay algo más allá de la superficie mostrada, algo oculto a partir de una marca; en suma, algo semejante a un secreto[1]. La novela inicia su intento de articular este secreto con la voluntad de saber de los lectores –tanto de los personajes-lectores como del público lector de la novela‑, con el fin de producir una reflexión acerca de los distintos mecanismos de acceso a ese secreto y, extensivamente, de las diferentes concepciones de la lectura, del sentido y de la verdad puestas en juego en esos mecanismos.

II.
Las metáforas visuales y lumínicas tienen lugar dentro de una cierta concepción del saber: el saber de la razón. La cadena semántica que vincula luz, visibilidad, saber y razón se inmiscuye en el lenguaje del narrador desde el fragmento citado, luego se traslada a la figura de Beth: “…ahora que la veía con otra luz me inclinaba a pensar…”; “La miré, como si por un instante pudiera quebrar la superficie inmóvil de sus ojos y acceder a una segunda capa”; “Una antigua impotencia pareció nublarle por un instante los ojos”, y finalmente describe el conato de comprensión de la primera muerte, cuando:  

El abrumamiento de unos minutos atrás parecía reemplazado ahora por un esforzado intento de dar sentido o racionalidad a algo incomprensible (29).


Desde un plano lingüístico se puede reconocer en esta frase una red de sentido que liga en un mismo desconcierto el primer crimen con la atmósfera enrarecida de las colinas inglesas y la no menos intrigante figura de Beth (también dirá de Seldom: “había oscurecido y yo no alcanzaba a distinguir entre las sombras la expresión de su cara”), como si esta secuencia de misterios e incomprensiones cristalizara ahora en un punto donde pareciera posible codificarse todo: el muerto[2].
En términos genéricos, el policial se organiza como un código en el que los signos del cadáver son como las letras en el papel, y el proceso de comprensión de esas letras, el simulacro de la lectura. Estos signos son los que se presentan en forma de preguntas o “enigmas” que hacia el final deben ser resueltos mediante la reconstrucción causal de los acontecimientos. Esto plantea una importante consecuencia respecto de las operaciones de lectura y respecto del estatuto de verdad de esas operaciones: al coincidir la clausura del relato con la clausura de los enigmas y, por tanto, de los sentidos que esos enigmas habían abierto, el género representa la garantía de que es posible llegar a una verdad en la significación. El policial propicia, así, un modo particular de producción del sentido: busca que los signos ‑en un principio incomprensibles y oscuros‑ sean comprendidos, “iluminados”, por causa y efecto de la razón. Parafraseando al narrador, el genero policial se presenta como el “esforzado intento de dar sentido o racionalidad a lo incomprensible”[3]. Habrá que ver hasta qué punto Crímenes imperceptibles, por llevar impregnada en su lenguaje una semántica que es, a su vez, la del género al que adscribe, está atravesada por esta racionalidad que da sentido a la lectura y hasta qué punto –ya en una dimensión crítica‑ toma distancia o se separa de ella.

III.
Irrumpe el cadáver de Mr. Eagleton y, con él, la serie de signos que vienen inscriptos en su corporalidad. La posición de los hombros, los pies y la cara, el arreglo del cabello, la dirección de la mirada, los hilos de sangre cayendo, son los primeros indicios materiales que insinúan tempranamente las inferencias sobre las causas de la muerte: “Yo diría (…) que la intención era asfixiarla”, dice, con lenguaje forense, el auxiliar de un prototipo de investigador encarnado en este caso por la figura del policía Petersen. Del otro lado está la figura de Seldom, el prestigioso matemático que, junto a su discípulo, descubre la escena del crimen. Seldom adjunta otro tipo de pruebas a las ya vertidas, en forma de letras y símbolos en una hoja de papel. Se trata de signos de una codificación diferente a los del cuerpo hallado, no obstante lo cual habilitan a realizar inferencias nuevas, que corrigen la hora del crimen y ponen en relación el dibujo del círculo y la leyenda (“El primero de la serie”) con otro texto, más precisamente el que Seldom escribiera en función de la publicación de un libro. Los datos aportados por Seldom inducen a pensar que estamos en presencia de otro tipo de investigador, cuyas características difieren visiblemente de las del policía por la naturaleza de sus elementos probatorios: si el policía se vale de huellas e indicios materiales, Seldom también se vale de huellas e indicios, aunque en su caso se alejan del referente material del muerto para dar con una explicación más indeterminada y abstracta ‑esta abstracción está enfatizada por la inexistencia de la hoja de papel, que nunca es hallada‑ sobre las motivaciones del crimen. Indudablemente, Seldom personifica a una clase de investigador que rivaliza con el policía: el detective[4].
En este esquema maniqueo (policía/ detective) las muertes y los enigmas pertenecen a órdenes distintos y requieren de perspectivas diferentes para su dilucidación. De ahí la diferenciación epistemológica entre, por ejemplo, un análisis sobre las causas del deceso y otro sobre los motivos que llevaron a matar; o entre la búsqueda del autor material y la búsqueda del autor intelectual (que puede coincidir con el material, aunque las casuísticas sean distintas). El propio Seldom se encarga de señalar la “sobrevaloración de la evidencia física” como uno de los más comunes “errores de la criminalística”:

Desafortunadamente [los inspectores] se guían por el principio de la navaja de Ockham: en tanto no surjan evidencias físicas en contrario prefieren siempre las hipótesis más simples a las más complicadas. Este es el segundo error. No sólo porque la realidad suele ser naturalmente complicada sino, sobre todo, porque si el asesino es realmente inteligente, y preparó con algún cuidado su crimen, dejará a la vista de todos una explicación simple, una cortina de humo, como un ilusionista en retirada (74-75).

Se puede pensar, entonces, en una semiótica detectivesca cuyos signos (en un recorrido que va de lo concreto a lo abstracto, de la material a lo ideal) alcanzan su grado más alto de significación cuanto más consiguen despegarse de sus referentes inmediatos, yendo de las hipótesis simples a las más complejas para dar con la naturaleza “complicada” de la realidad, que no está a la vista de cualquiera sino de quien sabe ver más allá de la superficie de las cosas. (Esta capacidad de abstracción llega al paroxismo desde el momento en que el detective es, además, un especialista en la disciplina abstracta por antonomasia: la matemática). Desde Dupin en “La carta robada”, cuya analítica no casualmente está atravesada por el discurso matemático, el detective es aquel que está dotado para ver lo que nadie ve, para hacer visible lo invisible a los ojos de los demás. Se trata de una depurada forma de abstracción comparable a la del psicoanalista o el semiólogo, cuya función es rescatar a los signos de su opacidad inicial e investirlos de significado. La importancia y jerarquía del detective consiste, justamente, en detentar un lugar que no es otro que el del lector como dador de sentido. Por eso, saber ver es ‑nuevamente‑ saber leer. Lo que distingue al detective de los demás lectores es que su saber es del orden del dominio absoluto: su lectura no ofrece cualquier sentido, o un sentido particular entre otros posibles, sino el sentido final de las cosas.

IV.
Como era previsible, los indicios textuales aportados por Seldom van a agregar mayor complejidad a la hora de elaborar las hipótesis. La dificultad con la que tropiezan los analistas ahora es doble. A la pregunta sobre la conexión entre los signos encontrados y las causas de la muerte (cuyo campo de visibilidad reproduce un esquema que vincula signos y referentes, palabras y cosas) se interpone una pregunta más desafiante: ¿qué conexión hay entre esos signos y el lenguaje? O, en otros términos: ¿en qué plano del lenguaje estos signos operan?, ¿cómo deben ser leídos?

Esa es la dificultad cuando usted conoce sólo el primer término de una serie: establecer el contexto en que debe ser leído el símbolo. Quiero decir, si debe considerarse desde el punto de vista puramente gráfico, digamos, en el plano sintáctico, sólo como una figura, o bien en el plano semántico, por alguna de sus posibles atribuciones de significado (40).

Olvidemos por un momento la oposición sintaxis/ semántica, que identificaría dos opciones de lectura del “símbolo”, para centrarnos en el “contexto”: ¿a qué tipo de contexto se refiere Seldom? Porque, así como la particularidad del detective está en poder tomar distancia de las cosas para ver más allá de lo que está “a la vista de todos”, trascendiendo los referentes materiales del crimen para dar con una noción más abstracta y razonada (y, por tanto, más “verdadera”) de sus causas y motivaciones, el contexto de aparición de los signos también tiene que dar cuenta de esta distancia respecto de la realidad inmediata: ya no va a determinar ‑al menos en primera instancia‑ el vínculo entre el signo y el referente, sino el vínculo entre un signo y otro signo, o lo que es lo mismo, entre un signo y su referente, pero en su carácter ideal, abstracto. Evidentemente, se trata de un contexto de referencias que relaciona no los signos con el mundo, sino los signos consigo mismos. Este tipo de estudio de los signos reclama para ellos su especificidad y será, por tanto, autónomo.[5]
Poco importa, en este aspecto preciso, que las alternativas de interpretación de los signos oscilen entre lo sintáctico y lo semántico (o entre lo lógico-matemático y lo propiamente lingüístico): en ambos casos los signos se relacionan entre sí en tanto formas, y adquieren sentido en tanto formas que integran un código (sea descifrable o no) que prescinde de todo aquello que le es ajeno a su lógica y funcionamiento. El ejemplo de la serie lógica que Seldom extrae de su libro ilustra hasta qué punto, para descifrar la ambigüedad inicial del mensaje, es necesario esperar a que la serie se vaya completando, esto es, que el código específico que atribuye significado a los signos sea reconocido. Esto no quiere decir, sin embargo, que un código y otro reclamen la misma competencia para su desciframiento. Se puede identificar grados o distinciones del saber en virtud de la capacidad o no del analista para despegarse de “la interpretación más inmediata” (el sentido dado por el código de la lengua) y encontrar en la secuencia de símbolos “desnudos” de significado la continuación de la serie (el sentido dado por el código lógico‑matemático). Claro que esta segunda opción, que lleva al paroxismo la idea del crimen por motivaciones intelectuales ‑y del método formal necesario para resolverlo‑, es acogida en desmedro de la investigación misma, que en el caso de los protagonistas alcanza un grado tal de abstracción que termina perdiendo toda conexión con la realidad.

(…) si uno deja de lado las películas y las novelas policiales, la lógica oculta detrás de los crímenes en serie (por lo menos de los que están históricamente documentados‑ es en general muy rudimentaria, y tiene que ver sobre todo con patologías mentales. (…) Es decir, son casos más apropiados para el análisis psiquiátrico que verdaderos enigmas lógicos. La conclusión del capítulo era que el crimen por pura vanidad de la razón, digamos, a la manera de Raskolnikov, o en la variante artística de Thomas de Quincey, no parece pertenecer al mundo de lo real (33-34).

En efecto, el reconocimiento y distinción de los códigos –cuyos respectivos objetos de estudio son, en la reflexión de Seldom, las “patologías mentales” y los “verdaderos enigmas lógicos”‑ tiene una consecuencia crucial en la investigación: cambia las leyes de interpretación de los signos y la materia de lo interpretable. La investigación de los matemáticos, así, se autonomiza: desplaza el objeto y sus enigmas, transportándolos a su propia esfera de aplicación. Las muertes, en cambio, por “pertenecer al mundo de lo real”, ya no le son útiles sino en términos de una simbología que invierte su condición de signos materiales[6]. De este modo, la semiótica del cadáver pierde su carácter real y se vuelve una mera cifra, una abstracción, un recurso más entre otros que, si aún conserva algo de su entidad original, es en perjuicio de haber sido absorbida por un campo del saber que le es ajeno. Pensadas así, las muertes representan unos símbolos más dentro de la cadena de símbolos que conformarían la lógica de la serialidad, que es el objeto (abstracto) de la investigación/lectura matemática.
Todo lo cual lleva a pensar que si analizar (o leer) el secreto que encierran los signos requiere de una competencia determinada, de un saber especializado, entonces no se trata sólo del acceso al secreto como meta del análisis (o de la lectura), sino también del acceso a un tipo específico de saber. El saber, desde esta perspectiva, es el secreto mejor guardado. La literatura, mutatis mutandis, también.

V.
Como lectores estamos, en este punto, ante una encrucijada. Si la semiótica detectivesca gana su prestigio por su capacidad de ir más allá de lo que está “a la vista de todos” (la promesa del género es que el lector, si adquiere esa destreza, se convertirá él mismo en el detective), la semiótica que propone Seldom está más allá del género mismo, incluso más allá de la literatura, desplazando la lectura al ámbito restringido del lenguaje matemático. Descubrir el sentido de la serie implicaría un desafío sólo para los conocedores de ese lenguaje. El secreto de la novela estaría reservado a unos pocos lectores. ¿Cómo seguir leyendo?
Las perspectivas de lectura de los crímenes, sin embargo, no se agotan allí. Y aunque subyacen los principios de verdad mencionados, la novela despliega alternativas en personajes que leen de otro modo, bajo condiciones diversas de lectura. Esta diversidad no excluye al propio Seldom, que para escribir su libro debió leer sistemáticamente informes sobre crímenes y novelas policiales, ni tampoco al narrador, un lector voraz de todo lo que encuentra en su camino: papers, notas, insignias, libros, lomos de libros, dibujos, fotos, diarios, artículos, servilletas, placas, folletos, etcétera. Lorna, su compañera de tenis, es otra conspicua lectora de novelas policiales, mientras que al sospechoso anónimo de las muertes se lo cree lector del capítulo de crímenes en serie del libro de Seldom, publicado en un diario. Más adelante, otro personaje de apellido Johnson aparecerá leyendo un libro sobre los pitagóricos, porque según Lorna “lee todo lo que tenga que ver con trasplantes”. Cada una de estas lecturas se articula de una u otra forma con el secreto que envuelve a los crímenes, pero este secreto –sea su manifestación escrita u oral‑ no aparece siempre igual a sí mismo. El vínculo entre lectura y secreto comienza a revelarse inestable.
El papel de los periódicos, en este sentido, es paradigmático. En el capítulo 5 un hombre del Oxford Times le pide al narrador que no mencione a Seldom cuando sea interrogado, que le hable a la prensa “como si hubiera estado solo al encontrar el cadáver”. Este “como si” permite ver algo que hasta el momento no era evidente: el secreto puede ser una operación que rige la lectura no sólo para encontrar la verdad de los hechos, sino también para escamotearla: “No creo que Petersen esté pensando nada de eso: saben algo más, que no quisieron difundir”, aclara el narrador ante la mirada atónica de Beth, acusada en una nota periodística de haber matado a Mr. Eagleton. La nota del periódico, a diferencia de la agregación de pruebas de la investigación analítica, opera por sustracción: en principio, falta el dato de Seldom como testigo ocular; en segundo término, no se dice nada acerca del mensaje del papel; en tercer lugar, existe “algo más” que no se quiere difundir. Se trata de una verdadera puesta en escena de la lectura que busca el efecto inmediato, sustrayendo al lector de una pista para inducirlo a leer el secreto de determinado modo: “Había aparentemente una pista, que el inspector Petersen mantenía en secreto. El cronista estaba en condiciones de arriesgar que esa pista podría ‘incriminar a miembros del círculo familiar más íntimo de Mrs. Eagleton (54)”.
 Si, como dijimos, el secreto se articula a partir de la voluntad de hacerlo visible, como una máquina que no sólo borra discursos sino que también los produce, el secreto que articula la prensa está en un extremo de máxima visibilidad. A diferencia del hermetismo matemático, su voluntad es reproductiva: el secreto debe multiplicar su circulación en la mayor cantidad posible de lectores y, para ello, debe cuidar de reproducir ciertos discursos, determinar ciertas lecturas, en adecuación a esos lectores[7]. Haciendo una analogía con lo que señalaba Seldom, la lógica de los periódicos parece tan “rudimentaria” como la “lógica oculta” de los crímenes en serie, “más apropiados para el análisis psiquiátrico que verdaderos enigmas lógicos”. Lo “rudimentario” de este esquema de interpretación radica en la inversión de los valores de verdad: el sentido del texto es un saber depreciado, superficial, “a la vista de todos”, mientras que el verdadero secreto permanece oculto y al acceso de unos pocos. La pregunta que se impone, mientras continúa la lectura, es si este acceso es posible. ¿Existe un verdadero secreto? Y en tal caso, ¿conducirá a la verdad?

VI.
A medida que avanza el relato la “línea de brumas” que envuelve a los crímenes no se disipa. Por el contrario, la irrupción de nuevas muertes aumenta la incertidumbre de los investigadores, incluyendo a los matemáticos, que producen estas reflexiones:

Hay una diferencia entre la verdad y la parte de la verdad que puede demostrarse: ése es en realidad un corolario de Tarski sobre el teorema de Gödel ‑dijo Seldom. Por supuesto, los jueces, los forenses, los arqueólogos, sabían esto mucho antes de que los matemáticos. Pensemos en cualquier crimen con sólo dos posibles sospechosos. Cualquiera de ellos sabe toda la verdad que interesa: yo fui o yo no fui. Pero la justicia no puede acceder directamente a esa verdad y tiene que recorrer un penoso camino indirecto para reunir pruebas: interrogatorios, coartadas, huellas digitales… Demasiadas veces las evidencias que se encuentran no alcanzan para probar ni la culpabilidad de uno ni la inocencia del otro. En el fondo, lo que mostró Gödel en 1930 con su teorema de incompletitud es que exactamente lo mismo ocurre en la matemática (63).

Por medio de Gödel y Tarski, Seldom pone en cuestión los mecanismos de corroboración de la verdad que dominaron las investigaciones matemáticas desde Euclides y Aristóteles. Estos mecanismos están basados en principios irrebatibles (axiomas) que conducen de manera lógica hacia la demostración o refutación de las hipótesis. El método garantiza, así, una solución en los términos del sistema axiomático: se aproxima a la verdad, pero a aquella “parte de la verdad que puede demostrarse”, mientras otras verdades quedan indecibles, indemostrables. Este cuestionamiento puede trasladarse a una reflexión crítica sobre la lectura, en dirección a lo que veníamos discurriendo: si hay verdad en el texto, si existe un secreto, no podrá ser con independencia del método que se utiliza para acceder a él. Es una forma de definir la lectura en arreglo a la autonomía de las ciencias, ya que, como señalamos, el método de análisis no es separable de su objeto. Seldom lo explica en términos de un problema de matemáticos, quienes a lo largo de su historia “se estuvieron formulando únicamente aquellas preguntas para las que tuvieran de algún modo parcial la demostración”[8], siendo que “la intuición matemática (estaba) ya compenetrada de forma indisoluble con los métodos de comprobación…” (65). Y un poco más adelante se pregunta: “¿Qué es la investigación criminal sino nuestro juego de siempre de imaginar conjeturas, explicaciones posibles que se amolden a los hechos, y tratar de demostrarlas?” (69). La analogía entre los problemas de la criminalística y de la matemática no importa tanto por lo que pueda aportarnos sobre la primera, ya cuestionada por sus errores teóricos, sino por lo que sorprendentemente puede revelarnos de la segunda: la matemática también ha caído, a lo largo de su historia, en el mismo tipo de errores de razonamiento. Según la tesis de Seldom, entonces, tanto la “sobrevaloración de la evidencia física” como el “principio de la navaja de Ockham” se desplazan hacia una crítica del paradigma científico que rige a la matemática habitual, que “pertenece al orden visible de lo macroscópico”, en contraposición “a una clase mundo subatómico, de magnitudes infinitesimales”, correspondiente a “los enunciados indecibles que había encontrado Gödel” (66). La crítica de Seldom desarticula el esquema de visibilidad/invisibilidad con el que habíamos distinguido los códigos de interpretación de los signos, esto es, los diferentes protocolos de la lectura puestos en juego por los investigadores/lectores (que iban de lo falso a lo verdadero en virtud del grado de materialidad o abstracción de los razonamientos), ya que los matemáticos también se han conformado con pertenecer al “orden visible” de los hechos. Pero no sólo eso: también corre los límites de lo que hemos venido llamando, lato sensu, “ámbito” o “código” de interpretación, por el cual el objeto del saber (el sentido, la verdad, el secreto) está encerrado en los límites de su especificidad, y forma parte de los mecanismos necesarios para acceder a él. Cae, así, la autonomía del conocimiento (y de la lectura), y la noción autosuficiente, unitaria, de la verdad.  

Lo que probé, básicamente, es que si una pregunta matemática puede formularse dentro de la misma “escala” que los axiomas, estará en el mundo habitual de los matemáticos y tendrá una demostración o una refutación. Pero si su escritura requiere una escala distinta, entonces corre el peligro de pertenecer a ese mundo sumergido, infinitesimal, pero latente en todos lados, de lo que no es ni demostrable ni refutable (66).

La conclusión a la que arriba Seldom acerca del problema de la ciencia matemática (pero podemos ir más lejos y decir que, en tanto problema epistemológico, atañe a todo ámbito que se interrogue el vínculo entre saber y verdad, incluyendo a las humanidades en general, a las artes y a la literatura[9]) está ligada a una cuestión de “escalas” y de “mundos”. Mientras los matemáticos permanezcan en el “mundo habitual” de sus axiomas no van poder contestar más que a las preguntas que ellos mismos se formulen, dejando oculta aquella “parte de la verdad” de un mundo “sumergido, infinitesimal” –y agregamos, invisible a sus ojos‑  “que no es ni demostrable ni refutable”.  En cambio, si esas preguntas se formulan en una “escala distinta”, quizás sea posible acceder a ese mundo “latente en todos lados” que, por sus dificultades probatorias, no es menos real ni verdadero. La propuesta de utilizar una “escala distinta” supone la ruptura de los presupuestos de verdad de la racionalidad pura, así como permite pensar en el traslado de un mundo a otro: el cruce de fronteras entre los diferentes ámbitos del saber. Un traslado en el que la verdad va al encuentro de otras verdades, de otros sentidos, de otros secretos…

VII.
La inconexión entre los enigmas (de la matemática y de la criminalística) y las muertes no impide arribar a conclusiones o verdades parciales. Del lado de la matemática, estos resultados están en la propia tesis de Seldom, en los enunciados de Gödel, en la demostración del teorema de Fermat, en la teoría de Wittgenstein, etcétera. Del lado de la criminalística, también se pueden recoger logros parciales en los informes forenses o en los perfiles psiquiátricos aportados por los inspectores. Sin embargo, cada uno de los métodos empleados muestra la escasa capacidad de alcance para resolver la incógnita principal: quién comete los crímenes y por qué lo hace. El ejemplo más elocuente de esta irresolución está en la sorprendente simpleza de la formación de la serie (“el secreto mejor guardado de la secta”), descubierta a partir de la lectura del libro La hermandad de los pitagóricos, a cargo del narrador: “Uno, dos, tres, aquello era todo, la serie no era más que la sucesión de los números naturales” (153). Bastará con dar vuelta la hoja para saber que la sucesión culmina en el número cuatro ‑el símbolo del Tetrakys‑ y, así, predecir la cuarta y última muerte de esa simétrica lógica serial. Pero esto no es lo mismo que haber encontrado un vínculo necesario entre ese símbolo y la próxima muerte. Ni tampoco la clave de cómo evitarla.[10]
A pesar de las dificultades, renace una nueva esperanza en los investigadores: el asesino puede llegar a detenerse si le muestran que ya conocen la secuencia de símbolos. La hipótesis de que el asesino ha leído el capítulo sobre los crímenes en serie escrito por Seldom, como un desafío especular de quien ahora ha perpetrado en el mundo real sus propios crímenes, gana adhesión tanto en Seldom como en Petersen, que por primera vez se ponen de acuerdo en los pasos a seguir. La idea es cambiar radicalmente de estrategia en relación con los diarios: publicar la tercera muerte en la primera plana del Oxford Times, con el símbolo del triángulo, y dar a conocer los demás símbolos de la serie. Los argumentos están aprobados psiquiátricamente: Petersen se mostraría desconcertado ante la opinión pública por la irresolución del enigma y le daría al criminal “la sensación de triunfo que necesita”. Por otro lado, una segunda nota sobre el Tetraktys escrita y firmada por Seldom resolvería el desafío matemático, en el marco del duelo personal iniciado por el anónimo asesino.
La nueva estrategia periodística arroja interesantes reflexiones en relación con el secreto (o los secretos) y los mecanismos de lectura puestos en juego para su develamiento. En primer lugar, modifica totalmente las condiciones de lectura de los crímenes: si antes había dado una información retaceada, incompleta, sobre las hipótesis, ahora expone todos los datos de que dispone para que el lector pueda seguir la secuencia de los símbolos. En segundo lugar, si la anterior estrategia estaba en función de una hipótesis más o menos general, de fácil lectura para un público amplio e indiferenciado que pudiera consumirla, ahora plantea el desdoblamiento en un lector individual –indiferenciado también, pero exclusivo y excluyente‑ que es capaz de leer la serie del modo en que sólo él y nadie más puede hacerlo. En tercer lugar, se da vuelta la relación entre autor y lector, ya que el criminal es hipotéticamente lector de un texto cuyo autor (Seldom) ahora se convierte en lector de una serie (real) de crímenes. En cuarto lugar, este intercambio de roles sugiere una inversión en las relaciones de consumo: el anónimo lector no sólo consume textos sino también los produce. Tratándose de diarios, y de acuerdo a lo que dijimos en relación con el consumo de las noticias, este intercambio podría pensarse como una subversión de las reglas del género periodístico[11]. En definitiva, la nueva estrategia del diario es causa y efecto de un trastrocamiento generalizado en todos los órdenes de la lectura: de la investigación, de las perspectivas de razonamiento, de las reglas de consumo, de los roles o jerarquías de los lectores/consumidores, de las estrategias de circulación de la información. Este nuevo estado de cosas es revivido con “estremecimiento” por el narrador, quien define la estrategia del Oxford Times como una “cuidadosa puesta en escena para un único lector fantasmal” (161)[12]. Precisamente, es la “hipótesis del fantasma” lo que inquieta al narrador y a los demás lectores/investigadores: la idea de que hay algo invisible pero existente, que exhibe sus marcas y, a la vez, no se deja atrapar. Hay motivos para pensar que este secreto, esta fantasmagoría, está hablando de personas –más que de cosas‑ y de cómo se relacionan entre sí en la imperceptible trama de la sociedad.

VIII.
Es claro que lo invisible del secreto ya no tiene relación necesaria con la complejidad abstracta del razonamiento, ni tampoco con la llana materialidad de las pruebas forenses, sino con algo más que está “a la vista de todos” pero nadie puede (aún) ver. El narrador se plantea este problema en términos de sus propias percepciones oculares: “Creo que ahora lo empiezo a ver”; “Sentí de nuevo (…) que estaba a punto de ver”; “¿Cuánto más había en cada uno de los casos que no habíamos sabido ver?”. Y si bien este campo metafórico reproduce nuevamente el vínculo estrecho entre visibilidad y saber, los valores de verdad son otros: saber ver no implica ir más allá de la superficie de las cosas, sino, al contrario, estar más acá, permanecer en ellas, para volver a verlas (leerlas) de otro modo:  

Ya sabe –le dice Seldom al narrador‑, yo creo que usted vio algo más allí, algo que todavía no registró como importante, pero que está guardado en algún pliegue de su memoria (175).

Seldom apela a la memoria del narrador, el único que “vio” y “sabe” algo que “todavía no registró como importante” pero que está “allí”, en un pliegue, a punto de emerger. La memoria es análoga a la escritura: es paradójicamente estable y recursiva, dando la posibilidad recordar, de volver a ver o a leer lo mismo (“algo que yo había visto”, reflexiona el narrador) bajo una perspectiva diferente. De hecho, cuando el narrador despliega las fotografías sobre su cama hace un esfuerzo por “volver al origen como si uno no supiera nada”, planteando así la necesidad de una revisión (o una relectura) total de la escena del primer crimen. Como los naipes cuando se ha perdido la jugada, las imágenes de las fotografías dan la posibilidad de mezclar y barajar de nuevo. ¿Por qué, según Seldom, es el narrador el único habilitado para este juego?  
Hay al menos una respuesta, explicitada por el mismo Seldom cuando anticipa que el narrador podría llegar a la idea correcta gracias a que, a diferencia de los demás personajes, no es inglés. En efecto, la cuestión de la nacionalidad describe una diferencia de origen: el becario argentino viene de otra lengua y de otra cultura. Al volver a ver las fotos y detenerse en los atriles del scrabble el narrador cuenta con la posibilidad de “unir las letras” y leer una palabra que, por ser del castellano, sólo él ‑además de Seldom, que también maneja el idioma‑ puede entender: “Solamente usted que no es inglés hubiera podido unir las letras y leer esa palabra como la leí yo” (226). Por el hecho de ser argentino, el narrador puede acceder a la clave de la serie de una manera novedosa, no sólo porque puede relacionar significativamente el símbolo con la primera muerte, sino también ‑y sobre todo‑ porque de esta manera tendrá en sus manos la resolución del principal enigma, esto es, el objeto último de todo investigador: quién es el asesino. La figura del narrador se superpone, así, a la del investigador del policial inglés, como una suerte de Dupin “a la argentina” que está dotado para hacer visible lo invisible a los ojos de los demás, y puede leer lo que otros no pueden. Se trata, una vez más, del lector como dador de sentido. Pero la diferencia que detenta el lector argentino es de un relativismo idiomático y cultural que se hace extensivo al carácter relativo de sus conclusiones, pues, al momento de conocer la autoría de los crímenes, confirma lo que ya había intuido antes: que “no había nada como la solución” (107). El sentido de su lectura es, una vez más, un sentido entre otros[13].

IX.
Si la lectura del narrador podía dar con una solución entre otras, es porque la verdad que debía desenmascarar era una entre tantas otras que, más o menos secretamente, continuaron circulando[14]. Aunque no siempre advertido de su importancia, el narrador ha sido testigo privilegiado de la trama de secretos que fueron tejiendo los personajes con los que se ha relacionado en Oxford. Primero fue Beth y su odio secreto por la abuela fallecida (pero también el inconfesado y secreto amor que habría sentido su madre Sarah por el tío Arthur; o “el peor” y más inocente de sus secretos: “todavía me chupo el dedo de noche”); luego, el inspector Petersen y su propuesta de mantener en secreto el primer mensaje (que no sólo obedecía a razones policiales sino también a las reglas del consumo y la circulación periodística); más tarde, Lorna y su petición de “no permitir tener secretos con tu compañera favorita”, quien además “conocía” a Mrs. Eagleton, mantenía un vínculo con Seldom y se le declara al narrador en una carta íntima; también Seldom confiesa que su mujer había muerto en el mismo choque que los padres de Beth, o el propio narrador percibe el “indudable aire en común” que compartían, misteriosamente, Seldom y su sobrina. Los problemas que formulan estos misterios están al alcance de la vista del narrador en un punto en que éste puede advertirlos, aunque en general no llegue acceder a sus significados de mayor alcance. ¿Cómo relacionar estos secretos con el de la serie de los asesinatos? ¿Qué vínculos parentales existen detrás? ¿Qué pueden develar de la trama social? ¿Por qué tienen como protagonistas a mujeres? De hecho, son los personajes femeninos los que se encargan de hacer circular (y develar) muchos de estos secretos, que tendrán gravitación sobre la trama policial a modo de pistas e indicios desplegados a lo largo de la novela. Por ejemplo, Sarah es quien le habla por primera vez a Seldom sobre el principio de incertidumbre en la física cuántica; Beth, por su parte, es quien le comunica al narrador el comportamiento del angstum, el animal que hace todo para salvar a su cría; mientras que Lorna es el personaje que liga la historia de los pitagóricos con la trasmigración de las almas, el síndrome de Down y los trasplantes de órganos (hasta la episódica mujer india, con su insignia que pende de su oreja “como una cinta circular”, es simbólicamente revelador del primer crimen). Los personajes femeninos, tanto o más que los masculinos, son portadores de saberes que guían la lectura y permiten anticipar ‑aunque el narrador tarde en darse cuenta‑ las distintas incógnitas que circundan a las muertes. La figura de Lorna, fanática consumidora de novelas policiales, encarna muy bien esta condición del saber que se presenta, una vez más, como un saber ver/ leer los signos: a su calidad efectiva de lectora de libros, se le suma el “esforzado intento” de cruzar la información disponible a la vista, estableciendo las relaciones significativas entre las partes; en definitiva: dotando a los signos de un sentido del que, sin el proceso volitivo de su visión/lectura, antes carecían. ¿Qué se puede decir de los pitagóricos y el trasplante de órganos? ¿Qué ideales perseguían en relación con la inteligencia y la reencarnación? ¿Cómo no vincular a Johnson, el padre de Caitlin, con estos elementos anticipatorios? ¿Cómo no señalarlo responsable del múltiple crimen del final? Evidentemente, la cuestión de la lectura no pasa por lo que se oculta sino por lo que se muestra y está a la vista de todos. Por eso, más que una capacidad, a Lorna la guía una voluntad de saber que, en todo caso, otros no han tenido, o no han querido tener, o bien, han ejercido de otra manera. Pero el alcance de la lectura de este personaje tiene sus límites, al igual que el de los demás: llega hasta un punto en donde es el lector de Crímenes imperceptibles el que debe abrir sus propios interrogantes y hacerse cargo de lo que ha visto y leído. ¿Por qué podía tolerarse que los pitagóricos usaran a los deficientes mentales como conejillos de indias? ¿Qué oscuros lazos pueden advertirse entre esa antigua cultura y la actual, para que una matanza de niños Down pueda computarse como “imperceptible”, esto es, un crimen que socialmente nadie puede (ni quiere) ver?

X.
Si la novela en su conjunto puede considerarse como una puesta en escena incesante de los mecanismos de la lectura y de la circulación del secreto, el capítulo en el que René Lavand representa sus trucos de magia puede definirse como el momento culmine de esa espectacularización. Se trata de un pasaje de gran condensación metatextual, subrayado además por la insistencia de Seldom para que el narrador vea el espectáculo: “…creí entender por qué Seldom había insistido en que debía ver la representación” (190). ¿Qué es lo que “debía ver” el narrador? La escena teatral, con su actor y su público; las cartas echadas sobre la mesa; el esfuerzo visual para descifrar el truco: todo reenvía a la puesta en escena de los crímenes en serie, y al modo en que se fueron percibiendo los signos en cada paso de la investigación. La metatextualidad, en este sentido, es una autorreferencialidad al cuadrado: por un lado, pone en abismo, en el interior de la trama, la experiencia de lectura del protagonista; por el otro, remite al acto de lectura de la propia novela, e interpela directamente al anónimo lector: ¿qué es lo que debe ver el lector? El simulacro de la lectura vuelve a repetirse como al comienzo: lo que el personaje ve hacia el final del relato es lo que al lector le es dado ver mientras está llegando al término de su lectura. Pero la sincronía de lecturas entre el personaje y el lector queda sólo en el intento: sabemos que cada uno ve con sus propios ojos, que cada lector tiene su propia visión de las cosas. La literatura, podríamos decir, ya no es el tesoro de unos pocos porque no oculta nada sino que deja todo a la vista de todos. Así propone el mago: “¡Luz! ¡Más luz!”; “Quiero que lo vean todo, que nadie pueda decir: era un efecto de humo y penumbras…” (186). En el desafío de Lavand hacia su público resuena el desafío de Seldom hacia el narrador (“Traté de decírtelo de todas maneras posibles”, confiesa Seldom cuando se descubre su verdadero rol), y más aún, resuena el desafío de la novela misma, en tanto pensamos a estos dos personajes como figuras vicarias de quien ha guiado la mirada capítulo a capítulo: el autor. Las metáforas lumínicas y visuales, que en un principio habían funcionado como matrices perceptivas de la lectura, ahora caen en el desprestigio de una parodia contundente: poner más luz no sirve más que para corroborar que no se trata de un asunto de “humo” ni de “penumbras”, y que el truco ya no radica en lo que se oculta sino en lo que se muestra, como los naipes que un ilusionista ‑el escritor‑ despliega sobre la mesa.
Hay infinidad de ejemplos de cómo el autor va desplegando sus naipes en cada capítulo de la novela, dando las pautas de solución de los enigmas. El primero es insólito y pertenece al marco paratextual: la dedicatoria al padre ya anticipa las motivaciones del comportamiento de al menos dos personajes. Otros ejemplos están generalmente a cargo de Arthur Seldom, como cuando remarca la falsedad de los enigmas puramente lógicos en las novelas policiales, o describe la estrecha relación que hay entre los teoremas matemáticos y la estética de los enigmas, tanto de la literatura como de los casos reales. Por último, las reflexiones del narrador sobre el espectáculo de Lavand actúan como un señalamiento autorreferencial de la novela, a la vez que se pliegan a una historización del género al que Crímenes imperceptibles adscribe críticamente:

Cada uno de los números que siguieron fueron extraordinariamente simples, y a la vez extraordinariamente limpios, como si el viejo mago hubiera accedido a una instancia áurea en la que ya no precisaba ninguna de sus manos. Parecía además divertirlo secretamente ir quebrando una por una las reglas del oficio. Había repetido trucos, había sentado durante toda la función gente a sus espaldas, había revelado técnicas con las que otros magos en la historia habían intentado lo mismo que él (190). 

    ¿Qué mejor que esta cita del narrador para concluir describiendo la novela de Guillermo Martínez? Por un lado, recuerda la extraordinaria “simplicidad” de los enigmas (de los números naturales de los pitagóricos, por ejemplo); por el otro, remite a la dificultosa tarea de develarlos, a pesar de la transparencia y “limpidez” de sus ejecuciones. Sugiere que “ir quebrando una por una las reglas del oficio” es como ir transgrediendo las reglas del género policial. Para ello, el escritor, el mago, ha “repetido trucos” que luego ha “revelado”, como si para mostrar la invalidez de esas reglas primero fuese necesario repetirlas hasta el hartazgo. Y esto a la vista de todos, incluso de los más atentos, de los que están sentados “a sus espaldas”.

     Por su parte, el mago señala las raíces comunes entre los antepasados matemáticos y la magia, evocando los tiempos en que el saber, el conocimiento, todavía no se había desembarazado del poder de la superstición y del ilusionismo: “Sí, la matemática y la magia tienen una raíz común, y custodiaron durante mucho tiempo el mismo secreto” (191). Si cambiamos el término “matemática” por el de “literatura” se puede advertir mejor hasta qué punto Crímenes imperceptibles conlleva una crítica de esa racionalidad que históricamente ha dado nacimiento al género policial. La magia, la ilusión, ya no son las fuerzas contra las cuales debiera combatir, porque son inherentes a la literatura misma, al “mundo como representación, como error, que es tan rico de significado, tan profundo y maravilloso” que si se develase su esencia “causaría en todos nosotros la desilusión más desagradable” (Ver el epígrafe). Crímenes imperceptibles está más allá y más acá del género, y su concepción comprende toda la literatura y a todos los lectores, democráticamente[15]: abre los interrogantes que, en tanto enigmas, se puedan resolver, pero también los que no se pueden resolver pero permanecen sus marcas, sus rastros, a la espera de que un lector los dote de sentido con su (siempre parcial e incompleta) interpretación. A fin de cuentas, si hay algo que la novela sugiere a cada momento es ese carácter incompleto, inconcluso, “errático”, del sentido de cualquier lectura, que vuelve en palabras de Beth cuando aclara que Seldom, a pesar de sus revelaciones finales, “nunca se animaría a contarlo todo”, pero ya había sido anticipado por el mismo personaje al principio del relato, cuando al sacarse las prendas íntimas sugería que la desnudez completa es imposible, y que, en todo caso, si fuese posible, produciría el desagradable efecto de develar una esencia: “¿Qué es una mujer sin secretos?”.



BIBLIOGRAFÍA


MARTÍNEZ, Guillermo, Crímenes imperceptibles. Buenos Aires: Planeta, 2006.

BARTHES, Roland, S/Z. Madrid: Siglo XXI, 1980.

BARTHES, R., “La estructura del suceso”, en El Juego de los cautos. La literatura policial: de Poe al caso Giubileo. Buenos Aires: La Marca, 1992.

BOILEAU-NARCEJAC, La novela policial. Buenos Aires: Paidós, 1968.

BRECHT, Bertol, “De la popularidad de la novela policíaca”, en El Juego de los cautos. La literatura policial: de Poe al caso Giubileo, op. cit.

BOURDIEU, Pierre, ¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos. Madrid: Akal, 1999.  

De SAUSSURE, Ferdinand, “Objeto de la lingüística”, en Curso de lingüística general. Buenos Aires: Losada, 1999.

FABBRI, Paolo, “El tema del secreto”, en Tácticas de los signos. Barcelona: Gedisa, 1995.

LACAN, Jacques, “Seminario sobre ‘La carta robada’”, en Daniel Link (comp.), El Juego de los cautos. La literatura policial: de Poe al caso Giubileo, op. cit.

MARX, Karl, “El carácter fetichista de la mercancía y su secreto”, en El Capital (Tomo I, Vol.1). Buenos Aires: Siglo XXI, 2002.

MOSCARDI, Matías Eduardo, “El mito del crimen perfecto. Sobre la deconstrucción narrativa policial clásica en Crímenes imperceptibles, de Guillermo Martínez” (Inédito).

PIGLIA, Ricardo, Crítica y ficción, Barcelona, Anagrama. 2003.

TODOROV, Tzvetan, “Tipología del relato policial”, en Daniel Link (comp.), El Juego de los cautos. La literatura policial: de Poe al caso Giubileo. op. cit.


[1] Se  puede pensar que un secreto es algo que no se ve y que no se sabe, pero no es sólo eso: el secreto se articula a partir de la voluntad de hacerlo visible, de saberlo. El secreto, en todo caso, es un saber que no se hace transparente, porque no se hace circular, pero deja sus marcas y necesita ser develado. Desde este punto de vista, el secreto se percibe como una evidencia textual o discursiva: no se trata sólo de una máquina que borra textos o discursos sino que también los produce. El enigma –categoría que también utilizaremos‑ pertenece a la constelación de los secretos, pero es un tipo de secreto que tiene una posibilidad más clara de revelación. El enigma se presenta generalmente bajo la forma de un interrogante que alguien debe poder responder, mientras que el secreto puede permanecer en el tiempo sin ser develado (Cfr. FABRI). 

[2] Con la irrupción del muerto ‑origen de todo relato policial que se precie de tal‑ dos historias se encuentran y se separan inmediatamente: una historia que culmina, la de la víctima, da lugar a otra historia, la de la investigación de su asesinato. El recorrido de esta investigación es el intento por volver a juntar esas historias nuevamente. La primera historia, ausente, “muda”, es conminada por la segunda historia a romper su silencio que, no obstante, no es absoluto ya que, como versa la retórica forense, el cuerpo “habla”. En esta relación entre crimen e investigación, o en este intento de unir las dos historias, radica la comparación del género policial con todo proceso de la lectura: el cuerpo emite signos (las palabras) y la investigación se constituye como el proceso de comprensión de esos signos (la lectura). (Cfr. TODOROV).

[3] Lo que nos acerca a una definición clásica: “La novela policial fue en sus orígenes el símbolo de una cruzada contra todas las fuerzas de la ilusión. La orienta la siguiente certeza: el razonamiento, siempre y en todo, tiene la última palabra. (…) Todo el esfuerzo del siglo XVIII está dirigido a hacer de cada individuo un adulto liberado de la superstición gracias a la ciencia. (BOILEAU-NARCEJAC: 18, 29).

[4] La figura del detective tiene una importancia estructural en la constitución del género, ya que cumple la función de analizar los signos, comprender sus significados (resolver los enigmas) y revelárselos al lector. Como señala Lacan, el detective es el que ve lo que está allí pero nadie ve: es quien inviste de sentido la realidad de los hechos, transformando en indicios las cosas, correlacionando información, estableciendo series y órdenes de significados. Su función, en síntesis, es hacer visible lo invisible (Cfr. LACAN).

[5] Este modo de leer los signos nos remite al Curso de Lingüística General de Ferdinand De Saussure. Más precisamente, a cuando explica su famoso “recorte del objeto de estudio” que, sin proponérselo, establece las bases del estructuralismo lingüístico (Cfr. De SAUSSURE, 37-44).  

[6] “Pareciera que las muertes en sí no son exactamente lo que importa. Los crímenes son casi simbólicos. No creo que el asesino esté realmente interesado en matar…” (105).

[7] El texto periodístico expresa muy bien la relación entre lectura y consumo. Las noticias están inmersas en relaciones de dinero: se venden y se compran como mercancías. La productividad de la lectura de noticias se funda en la capacidad reproductiva de su consumo: multiplicar las lecturas implica multiplicar los ingresos de dinero. De este modo, la relación de las noticias con la verdad se vuelve inestable, como inestable es cualquier mercancía en relación con el consumo y con el dinero. 

[8] La explicación está tomada de una frase de Marx, que Seldom parafrasea así: “…la humanidad no se plantea, históricamente, sino aquellas preguntas que puede resolver” (65).

[9] Seldom plantea que este problema tiene que ver con una “estética de los razonamientos” que “se propagó de época en época” y “fue esencialmente invariable” en las ciencias y en la literatura (69).

[10] “Lo interesante es que de algún modo ahora tenemos todo para imaginar el próximo paso. Quiero decir, tenemos los tres símbolos, como en las series de Frank, deberíamos ser capaces de poder inferir algo sobre esa cuarta muerte. Vincular el Tetraktys…¿con qué? Todavía de eso no sabemos nada, cómo están relacionadas las muertes con los símbolos” (158).

[11] Cabe recordar que Seldom había conseguido publicar su artículo en la misma sección del Oxford Times. Ese anticipo facilitó el éxito de ventas de su libro, que “muchos creyeron que se trataba de una nueva forma de novela policial” (106). Evidentemente, el intercambio de roles en la lectura se multiplica a una cantidad masiva de lectores y se convierte, también, en un intercambio (por otra parte, histórico) entre el género periodístico y el policial. 

[12] Marx habla de “fantasmagoría” para referirse a la apariencia engañosa de las mercancías en el mercado.
En los pasajes de El capital sobre el fetichismo de la mercancía Marx describe cómo el valor de cambio oculta la fuente del valor en el trabajo productivo. Es la particular relación social entre los hombres que toma aquí la forma fantasmagórica de una relación entre cosas (Cfr. MARX, 87-102).

[13] Mientras que, como apuntamos al comienzo, la racionalidad del detective inglés es del orden del dominio absoluto: su lectura no ofrece un sentido cualquiera, sino el sentido final de las cosas. Esta diferencia de perspectiva da pie a considerar que el traspaso de fronteras –recordemos que el personaje se ha trasladado de la Argentina a Inglaterra para gozar de una beca‑ trasciende lo meramente geográfico. También ha “horadado” reglas fundamentales del género literario: la racionalidad pura del investigador; la garantía de éxito de sus resultados; el estrecho vínculo entre lectura y solución. Para profundizar en este carácter transgresivo de la novela, que confluye en una deconstrucción de éstas y otras reglas del género policial, cfr. MOSCARDI.  

[14] De hecho, el penúltimo capítulo, donde Seldom revela al narrador (y al lector) el revés de la trama de los acontecimientos, satisface las incógnitas que se habían abierto en derredor de los crímenes y muertes en serie (trasladando la frase de Marx al problema del género policial, se podría decir que en este punto “la novela ha abierto sólo aquellas incógnitas que podía resolver”), pero deja un halo de incertidumbre en relación a muchas otras preguntas que, más o menos distantes de la trama policial, nunca encuentran respuesta en la novela y, en todo caso, quedan a cargo de la interpretación del lector. 

[15] “Y si la matemática es democrática, la continuación está a la vista de todos: usted, el propio Petersen, tienen los mismos elementos para encontrarla” (113).