Un cadáver exigente (terminado), El País, España

Publicado en El País, junio, 2015.

El pasado lunes, el autor argentino Guillermo Martínez iniciaba este relato. 
En los días sucesivos seis lectores lo completaron.
Estaba recién mudado y pronto había advertido que la alfombra raída de la sala ocultaba un piso todavía más difícil de mostrar. Por eso no me sorprendí tanto cuando dos hombres bajaron de un camión a mi puerta una alfombra enrollada, fuertemente atada en los extremos: supuse que había sido una cortesía o un remordimiento del propietario. Cuando los hombres se fueron corté el hilo de los bordes y al desplegar la alfombra rodó, o debería decir, se reveló a mis pies, el cuerpo de una mujer joven, desnuda, indudablemente muerta. Aún así, pensé con tristeza, era un cadáver exquisito.

Me dirigí de impulso a la habitación y busqué entre las cajas aún sin desocupar una sábana que puse sobre su cuerpo. Desde el sillón me detuve a observar su cara y de repente algo que no había visto al principio se tornó familiar. Un inconfundible lunar en la mejilla me hizo recordar a quien por varios años fuera mi compañera de clase. Miles de minutos desde un pupitre lateral estuve dedicado a estudiar el perfil de quien hoy me veía forzado a reconocer en la forma idéntica de un lóbulo, un pómulo redondo, una firmeza en la nariz y ese mismo lunar que fueron desde siempre más que un deseo de adolescencia.

Sin embargo, no era del todo ella. Cada rasgo por separado coincidía con mi recuerdo pero el conjunto no poseía la armonía que recordaba en su rostro. Extendí entonces la sábana de tal forma que la cubriese por completo. Abrí el mueble bar y me serví una copa de ginebra. El alcohol, pese a lo que mi médico se empeñaba en afirmar, mitigaba la ansiedad a la que propendía mi ánimo. Al segundo sorbo mi mente se aclaró. Mojé una esquina del embozo en el líquido y froté el lunar. Desapareció.

Apenas pude advertir lo sucedido; sonó el timbre, una, dos veces. Tras mi sobresalto, miré de un lado a otro buscando dónde esconderla a ella, dónde esconderme yo. Puse, luego, sin ruido mi copa en una mesa, y me paralicé, se paralizó todo a mi alrededor. Imponente, sonó otra vez el timbre y, en el acto, escuché que alguien habló: ―Disculpe, señor, ¿puede oírme? Hubo un error, me reclaman la alfombra en otra dirección.

¡Ahora voy!, dije. Tras un corto momento de alivio, me aterrorizó la idea de tener que empaquetar el cadáver. Igual no debería haber contestado. Cuando empecé a enrollar a la chica, descubrí un mensaje pintado en su espalda: un número de teléfono. Lo anoté. Amarré bien la alfombra y la arrastré hasta la puerta. Los repartidores la cargaron y se la llevaron. Me senté en el sillón con el teléfono en una mano y la copa en la otra. Me la bebí de un solo trago, marqué el número y esperé respuesta.

Con cada tono se me aceleraba más el pulso. Después de muchos, la llamada se cortó. Memoricé el número en mi móvil y busqué el contacto recién creado en el listado de Whatssap. Ahí estaba. Respiré hondo antes de enfrentarme a la foto de perfil que veía borrosa por la ginebra. Amplié la imagen. Dejé de sentir el mundo a mi alrededor, sólo los latidos de mi corazón retumbando en mis sienes, cuando vi, sonriendo, a la chica muerta que llegó a mí en una alfombra. Estaba en línea. Escribiendo...

"Ten cuidado con lo que deseas porque lo puedes conseguir", decía su primer mensaje. Pocos segundos después, el emoticono de un corazón roto. Sentí una opresión en el mío, un dolor en el brazo izquierdo y un latigazo en el estómago. Alguien había envenenado mi copa de ginebra, me mareaba y no podía leer las letras, cada vez más borrosas, de su último mensaje: "El amor no correspondido se convierte en un cadáver muy exigente".



Los lectores coautores de este relato han sido: Alejandra Svarstad, Rubén Rey, Nora Arango, Jaime Comella, Esther Gómez y Eduardo Cruz.