El jugador y la pieza (sobre Borges y el ajedrez).

El jugador y la pieza
(Sobre Borges y el ajedrez)
Texto para el catálogo de la muestra "Historia, literatura y arte en el ajedrez argentino", Biblioteca Nacional, septiembre 2017.

   Se sabe que fue el padre quien  le enseñó, en alguna tarde de la infancia, los rudimentos del juego. Y fue también el padre quien, en alguna otra tarde, tradujo de una versión inglesa el poema de Omar Jayam, con su nítida imagen que lo alcanzaría en el tiempo:

   “El Mundo es un tablero cuyos Cuadros/ son Noches y son Días y el Azar/ a un antojo nos mueve como a Piezas./ Luego -las Piezas a la Caja van”

   Así, Jorge Guillermo Borges dio a su hijo un doble legado: la posibilidad de jugar y la posibilidad de pensar sobre el juego. Borges nunca se convertiría en un jugador de ajedrez, (ni siquiera lo practicó con regularidad de adulto) pero sí se lo apropiaría simbólicamente, como uno de los elementos recurrentes a lo largo de su obra, a la par de laberintos, tigres, infinitos, bibliotecas, espejos. Una indagación exhaustiva de las menciones al ajedrez en cuentos, ensayos y poemas, fue ya cumplida en distintos artículos, (por ejemplo, admirablemente, en “El ajedrez en el universo de Borges”, de Sergio Negri). De todas esas alusiones y metáforas, señalaré sólo dos aquí, para mí las principales, que en definitiva se revelarán como la misma.


     La primera es la partida de ajedrez como premonición, como versión depurada, en una altura platónica, de un destino  por cumplirse. Cuenta Vlady Kociancich, que fue alumna de su primer curso casi privado de Literatura Anglosajona y amiga muy cercana el resto de su vida, que a Borges lo admiraba, en la Edda mayor,  la imagen entrevista por la sibila de los tableros de ajedrez  de oro sobre la hierba después del fin del mundo. Así la registra en Literaturas Germánicas Medievales (escrito en colaboración con María Esther Vázquez):

   “El sol se oscurece, la tierra se anega en el mar, del firmamento caen las claras estrellas. La sibila hace un esfuerzo último y ve la tierra que resurge y los dioses que vuelven a la pradera, como al principio, y encuentran las piezas de ajedrez en el pasto y hablan de las batallas que fueron.”

   Borges, como todo lector incesante, creía que había algo así como formas universales de las ficciones, que reaparecían con variaciones de época en época. En Cuentos breves y extraordinarios  compila junto con Adolfo Bioy Casares dos versiones de la idea de una partida que se libra a la par de una batalla y cuyos avances y retrocesos prefiguran los de los ejércitos enfrentados. Para enfatizar la similitud, titulan igual a los dos relatos: “La sombra de las jugadas”. El primero de ellos reaparece como una ficción dentro de la ficción en boca de uno de los personajes de su cuento “Guayaquil”:

   “En los Mabinogion, dos reyes juegan al ajedrez en lo alto de un cerro, mientras abajo sus guerreros combaten. Uno de los reyes gana el partido; un jinete llega con la noticia de que el ejército del otro ha sido vencido.
La batalla de hombres era el reflejo de la batalla del tablero.”

   Como prolongación y avatar propio de esta idea, en el principio de su cuento “El milagro secreto”, el protagonista, un estudioso del judaísmo, sueña con un “largo ajedrez” una noche de marzo de 1939. Se dice sobre ese juego: “No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos.” El soñador es el primogénito de una de las familias rivales. Corre por las arenas de un desierto lluvioso y no logra recordar las figuras ni las leyes del ajedrez que le permitan realizar la “impostergable jugada”. Al despertar, en el amanecer, “las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga”.
  
   La segunda metáfora tiene que ver con el infinito. En su artículo “Cuando la ficción vive en la ficción”, Borges recuerda que la idea de infinito le fue dada también por primera vez en la infancia:

   “Debo mi primera noción del problema del infinito a una gran lata de bizcochos que dio misterio y vértigo a mi niñez. En el costado de ese objeto anormal había una escena japonesa; no recuerdo los niños o guerreros que la formaban, pero sí que en un ángulo de esa imagen la misma lata de bizcochos reaparecía con la misma figura y en ella la misma figura y así (a lo menos, en potencia) infinitamente…”

   Podemos llamar “descendente” a esta clase de infinito que se construye añadiendo a cada término un sucesor “hacia abajo” o “hacia adelante”  (tal como ocurre con los números enteros positivos). Borges lo reencuentra en el mapa de Josiah Royce: “un mapa de Inglaterra, dibujado en una porción del suelo de Inglaterra: ese mapa –a fuer de puntual- debe contener un mapa del mapa, y así hasta lo infinito…”
   Posteriormente usa esta idea para el abismamiento también vertiginoso en su cuento “El Aleph”:  

“[…] vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra…”

   Simétricamente, hay otra clase de infinito -relacionado también con la idea de primer motor en filosofía-  que podríamos llamar “ascendente”, y que se obtiene al añadir a cada término un antecesor (tal como ocurre con los números enteros negativos). Borges también acudió a esta clase de recursión “hacia atrás” o “hacia arriba” en poemas y ficciones. Notoriamente en el final del cuento “Las ruinas circulares”, cuando el personaje del demiurgo que sueña advierte que él también es sueño de algún otro. Pero también en el final del poema “El Golem”, cuando el rabino mira con desencanto a su criatura y los dos últimos versos recuerdan en su ironía que él –nosotros- somos también creación de alguien posiblemente desencantado: 

“¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?”

   Su famoso poema “Ajedrez” -que sus editores no querían publicar, como cuenta él mismo divertido en un reportaje- conjuga en sus tercetos finales las dos metáforas:

 “También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?”

   En efecto, la idea del desdoblamiento creador-criatura, jugador-pieza, partida simbólica-batalla real da el pie lógico inmediato para la ascensión infinita:   Si podemos crear es porque somos creados, pero también –segundo paso- fue creado nuestro creador, y así ad infinitum… Del mismo modo,  si podemos jugar una pieza, es posible que seamos a la vez piezas jugadas,  sombras movidas en una partida más alta, en una ascensión potencialmente interminable.[1]

   Hay finalmente, un último homenaje de Borges al ajedrez en su poema “Los justos”. En este caso, a su práctica, como ejercicio discreto y desinteresado de la inteligencia. Entre las personas anónimas, entre los justos contemporáneos que “están salvando al mundo”, reserva un lugar para “dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.”



Bibliografía:

Borges, Jorge Luis. “Obras completas”. Sudamericana, 2011.
Borges, Jorge Luis y Bioy Casares, Adolfo. “Cuentos breves y extraordinarios”. Rueda, 1967.
Borges, Jorge Luis y Vázquez, María Esther. “Literaturas germánicas medievales”. Alianza Editorial, 1999.
Negri, Sergio. “El ajedrez en el universo de Borges”. Página 12, 15/12/2015. Versión online:






[1] Un detalle curioso aquí. “La sentencia de Omar”, en coherencia con el pensamiento filosófico de Omar Jayam, invocaba al azar por sobre las criaturas (“y el Azar/ a un antojo nos mueve como a Piezas”).  Borges, que era declaradamente agnóstico, sino ateo, prefiere para su versión el artificio más seductor de una torre infinita de dioses, uno sobre el otro.