El discreto encanto de despreciar la Feria

Publicado en la revista Puercoespín, 2011.

   Todos los años, puntualmente, con el inicio de la Feria del Libro, se inicia también la ronda del menosprecio en los aspirantes a happy few de nuestra literatura. Los argumentos son tres y siempre los mismos, a esta altura  lugares comunes.  Por eso vale la pena mirarlos de cerca: cada uno es cierto a su manera, pero también a su manera cada uno es sospechoso. El primero advierte y se alarma de que, cada vez más, dentro de la Feria, la literatura queda en desventaja frente a las figuras del espectáculo, que no contentas con adueñarse de las masas desde las pantallas, también se proponen robarse a los pocos lectores verdaderos que circulan desprevenidos y a quienes venderán, bajo hipnotismo, sus biografías no autorizadas.

   El segundo es de tipo economicista, línea de Lazzari: sostiene que los libros en la Feria, después de todo, no están más baratos que en la librería del barrio, donde el librero amigo (además) hace descuentos a los fieles compradores de  cada semana. ¿Para qué entonces fatigarse hasta la Rural y pagar encima una entrada? Este argumento se complementa con la afirmación (falsa) de que todos los libros de la  Feria  están también en cualquier librería de Buenos Aires.
   El tercero es fóbico-xenofóbico: a la feria del Libro va demasiada gente. Gente que no se interesa lo suficiente por la verdadera literatura, que hace cola sólo por el Fernet Branca, que no tiene el hábito de leer y compra infaliblemente libros equivocados (de autoayuda,  de recetas de cocina, o bestsellers infames). Estudiantes llevados a desgano por sus maestros, curiosos  que entran y salen de las salas sin saber a quién escuchan, grupos familiares que lo toman como un paseo y sólo piensan en sentarse a comer un pancho. Los happy few irían encantados a la Feria si hubiera entrada calificada y pudieran encontrar sólo a otros happy few (y a las promotoras de Fernet Branca).
   Sobre el primer argumento: es cierto que la Feria es un terreno de disputa cultural, al que tratan de extender su dominación los medios y figuras más poderosas. Pero sigue siendo un espacio donde el protagonista mayor y predominante es el libro (los libros) y por lo tanto un terreno propicio y potencialmente favorable para salir al encuentro de nuevos lectores, intentar expandir sus gustos y hábitos, romper el cerco, y extender el alcance de la literatura. Darle la espalda a este espacio porque se estaría “contaminando” de otras cosas, regalar graciosamente los millones de visitantes que la Feria conquistó a lo largo de años largos y difíciles, abandonar el terreno, no parece el mejor modo de dar esta batalla.
   Sobre el segundo: la Feria es mucho más que la suma de todas las librerías de la ciudad. En particular, en la Feria están a la vista los catálogos y parte del fondo de todas las editoriales, y también de editoriales extranjeras que no tienen distribución en Argentina, de libros de otros países que nunca llegarían de otro modo, de ejemplares inhallables. Y todos los títulos están reunidos, a la distancia de un click de la computadora y de unos pasos por un pasillo. De modo que es un lugar ideal para la búsqueda del tesoro y para encontrar eslabones perdidos, aún de las bibliotecas más exigentes y sofisticadas. Que tire la primera piedra el que no encontró, nunca, un libro que buscaba.
   Sobre el tercer argumento: hay mucha gente, sí, y quizá lo mejor de la Feria sea esa enorme cantidad de gente que convoca. A mí nunca me parece demasiada. La Feria, otra vez, no es una librería, el templo al que acuden los ya convencidos. La Feria es un espacio intermedio, amigable, una oportunidad cada año para el mejor de los proselitismos, para invitar nueva gente, para incorporar a la lectura a generaciones jóvenes, para mover y hacer girar la rueda de la literatura. Pero quizá, como siempre, lo que verdaderamente temen los que desprecian la Feria, lo que les disgusta en el fondo, es que la gente camine por sus jardines privados, que muchos se enteren de qué se trata y terminen incluso por leer los mismos libros que ellos. Porque la mayor  felicidad de los happy few no suele ser la literatura, sino saberse, o creerse, justamente, unos pocos.

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