El ojo del grillo / Sallis

LA REBELIÓN DE LO QUE NO QUIERE MORIR

El ojo del grillo
James Sallis
Editorial Sudamericana, 254 páginas, 2002.
Publicada en La Nación con el título COn los gestos del thriller, 2002.

   Lew Griffin es un detective de New Orleans que se dedica a encontrar personas desaparecidas y arrastra el dolor de haber perdido a su propio hijo, a quien busca desde hace años. Es, también, un escritor que vio desaparecer pedazos completos de su vida en las brumas del alcohol. En los últimos cuatro años no ha bebido, pero no consigue sin embargo (o por eso mismo) volver a escribir nada de valor. Al principio de esta novela -hay en realidad toda una serie de Sallis con este personaje- Griffin logra poner en marcha, en una escritura paralela, un primer capítulo de la suya, cercano a lo autobiográfico, en el que imagina la triste confirmación de la muerte de su hijo. Suena el teléfono (en la primera realidad, en la primera de las ficciones) y desde la sala de emergencias de un hospital le piden que vaya de inmediato a identificar a un hombre agonizante, atropellado por un camión de basura. Un hombre con aspecto de pordiosero de la edad de su hijo, que aferra en sus manos el libro más famoso de Griffin. No es, sin embargo, su hijo. Es alguien que afirma ser... él.
   Esta es la primera paradoja de un texto extraño y conmovedor que simula en la superficie los gestos de un thriller, pero que es más interesante leer como la lucha de un hombre por recuperar y dar sentido a los fragmentos a la deriva de su pasado. Esta ambición “literaria”, más allá de los marcos del género, está subrayada profusamente en la novela, desde el epígrafe de Enrique Anderson Imbert, que da explicación al título, hasta las diversas lecturas y autores que se mencionan luego en el texto: Borges, Joyce, Proust, Chandler, e inclusive citas de supuestos libros anteriores del propio Griffin.
    En la línea principal de la trama, el misterioso Lew Griffin II desaparece del hospital antes de que el detective pueda rastrear la posible conexión con su hijo y en su desesperación por seguirle el rastro por los bajos fondos de la ciudad, Griffin deja en orden sus cuentas con el mundo civilizado de las tarjetas de crédito y desciende deliberadamente otra vez a los infiernos de la bebida y la marginalidad, en un viaje que puede leerse tanto en el primer plano más obvio de la intriga policial, como en una segunda interpretación alegórica: un intento por buscar a su hijo en sí mismo, por reencontrarlo en su pasado, o incluso como un viaje al país de los muertos. Quizá lo mejor de El ojo del grillo es la recreación de una New Orleans fantasmagórica y a la vez precisa, con sus bares, hospitales y asilos, con su música, sus olores y sus vagabundos, una ciudad en la que se confunden y se disuelven las dos lecturas posibles. Parece en cambio algo forzada, y sin ninguna importancia en la trama, la pelea contra racistas en un bar (Griffin es negro, y aunque es fácil imaginar un bar de blancos belicosos en casi cualquier otra ciudad de EEUU, por una simple desproporción numérica resulta bastante más inverosímil en New Orleans). Tampoco es muy convincente el personaje de “la chica”, una florista-dramaturga que dispara en la memoria de Griffin sus mujeres de otros tiempos. El final, obscenamente feliz y consolador a la manera de las películas sobre alcohólicos de Hollywood es, en su exageración, como la última pieza de un rompecabezas difícil de armar, una mueca irónica que parece indicar que éste podría ser un happy end negociado para el cine por el agente de Griffin, de la novela que está escribiendo él, no necesariamente el final de la de Sallis. Un modo de afirmar por oposición que sólo en los túneles de la literatura se puede, quizá, recobrar el pasado. Que –para decirlo con una fórmula que les gusta repetir a los escritores- se escribe siempre sobre lo que se perdió. O más precisamente, como sugiere el epígrafe, sobre la rebelión de las cosas que no quieren morir.

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