La literatura argentina y un chiste de Aira

(Ponencia para la Jornada “Contemporary Argentina: Reading the Last Decade”, Universidad de Edimburgo, Escocia, 26 de marzo de 2010)

    En vez de hacer una enumeración de escritores y de trazar improbables mapas de generaciones o afinidades en la reciente literatura argentina, prefiero exponer aquí algunas de las ideas que se esgrimen desde hace no menos de treinta años en la crítica cultural para elevar o hundir escritores y proyectos literarios. Muchas de estas ideas se han convertido en verdaderos clichés de las discusiones literarias: se repiten de manera mecánica, circulan como verdades consagradas en suplementos y revistas culturales, y no son jamás criticadas ni miradas de cerca, sino que se aceptan y se adoptan de manera sospechosamente unánime, como el nuevo sentido común de la época, o como contraseña de pertenencia en la conformación de bandos estéticos.

   En realidad, me limitaré aquí a discutir solamente una, que me parece crucial, y hasta cierto punto divide aguas: quien decide creer en ella, cree a continuación en varias otras que están encadenadas y que conforman toda una actitud hacia la literatura. Es la idea del rendimiento decreciente, o del supuesto agotamiento de la novela de trama y personajes. Esta idea se ha expresado de distintos modos, en distintos funerales de la novela, pero la expone con todas sus consecuencias César Aira en un artículo que se llama La nueva escritura[1]. No necesito decir que la discusión de este artículo no supone ningún juicio sobre la obra como escritor de Aira. Sí me interesa señalar que la línea argumental que él expone se ha vuelto dominante en la crítica argentina[2] y ha servido no sólo de soporte teórico para la clase de novelas que él escribe sino también de amparo automático para la legión de sus seguidores. Transcribo de los primeros párrafos de su artículo:
  
“Tal como yo lo veo, las vanguardias aparecieron cuando se hubo consumado la profesionalización de los artistas, y se hizo necesario empezar de nuevo. […]   En efecto, y restringiéndonos al arte de la novela, una vez que ya existe la novela "profesional", en una perfección que no puede ser superada dentro de sus premisas, la novela de Balzac, de Dickens, de Tolstoi, de Manzoni, la situación corre peligro de congelarse. Alguien dirá que si todo el peligro es que los novelistas sigan escribiendo como Balzac, estamos dispuestos a correrlo, y con gusto, pero sucede que es optimista hablar de un mero "peligro", pues de hecho la situación se congeló, y miles de novelistas han seguido escribiendo la novela balzaciana durante el siglo XX: es el torrente inacabable de novelas pasatistas, de entretenimiento o ideológicas, la commercial fiction.”

   Una primera observación aquí: ¿no es curioso, y hasta cierto punto contradictorio, que se mencionen con admiración los nombres de Balzac, Dickens, Tolstoi y a continuación se desprecie como “commercial fiction” todo lo que se intentó en esa línea en el siglo XX? ¿No eran acaso en su época Balzac y Dickens también “commercial fiction”? ¿No hay, en fin, bajo esta etiqueta insidiosa, un pase de manos demasiado rápido para descartar toda una línea de la literatura? ¿La novela ideológica es también “commercial fiction”? Volveremos sobre esto luego, vamos ahora al punto principal de la teoría.

   “Para ir un solo paso más allá, como hizo Proust, se necesita un esfuerzo descomunal y el sacrificio de toda una vida. Actúa la ley de los rendimientos decrecientes, por la que el innovador cubre casi todo el campo en el gesto inicial, y les deja a sus sucesores un espacio cada vez más reducido y en el que es más difícil avanzar.
   Una vez constituido el novelista profesional, las alternativas son dos, igualmente melancólicas: seguir escribiendo las viejas novelas, en escenarios actualizados; o intentar heroicamente avanzar un paso o dos más. Esta última posibilidad se revela un callejón sin salida, en pocos años: mientras Balzac escribió cincuenta novelas, y le sobró tiempo para vivir, Flaubert escribió cinco, desangrándose, Joyce escribió dos, Proust una sola. Y fue un trabajo que invadió la vida, la absorbió, como un hiperprofesionalismo inhumano.”

   Hay aquí una selección claramente forzada de los nombres para provocar el efecto de sucesión decreciente y sentar la tesis del agotamiento terminal. Pero bastaría, por ejemplo, cambiar en el final de la serie el nombre de Proust por el de Henry James (muerto en la misma época) para que las cosas se vieran de una manera bastante diferente. En efecto, Henry James, que se consideraba a sí mismo como un continuador de Balzac, y que fue sin duda también un innovador en la forma y los procedimientos de la novela, fue incluso más prolífico que Balzac[3], y todavía le quedó tiempo para asistir a muchas cenas. En cuanto a Proust, es notorio que, lejos de “sacrificar toda una vida”, se pasó en realidad toda su vida en estado contemplativo, como un eterno diletante, sin lograr, justamente, un mínimo de disciplina artística (de lo que se lamentaba bastante[4]). No es casualidad que su novela se titule En busca del tiempo perdido. La escribió íntegra durante los últimos diez o doce años antes de morir: parece muy difícil asociar a Proust con cualquier “hiperprofesionalismo inhumano”. Es casi el ejemplo opuesto de lo que se pretende afirmar en cuanto a “profesionalización”.
   Más extraño todavía es que Aira se detenga en ese punto, como si nada más hubiera ocurrido en la historia y el arte de la novela durante el resto del siglo XX, como si la novela hubiera llegado con Proust realmente a un estado de congelación, y todo lo que ocurrió a continuación por fuera de las vanguardias pudiera echarse a la bolsa despreciable de la  novela “balzaciana”. En el plano ideológico, que los formalistas siempre pasan misteriosamente por alto, y que Aira intenta incluso sumergir dentro del torrente de la “commercial fiction”, hubo innovaciones notorias: basta pensar en D. H. Lawrence y Céline, en Nabokov y en Henry Miller, en Kafka, en Camus, en Ballard y Philip Dick, quienes, sin necesidad de salirse de la forma tan denostada como “convencional” -la novela con trama y personajes- ampliaron el campo de batalla para la literatura y crearon nuevos puntos de vista y mundos más extraños y novedosos que los que resultaron finalmente de escamotear la letra E o de quitar puntos aparte. ¿Dónde quedaría esta clase de innovaciones en la clasificación binaria de Aira? E incluso desde el punto de vista puramente formal, ¿dónde estarían incluidos Lawrence Durrell, José Lezama Lima y Alejo Carpentier, Witold Gombrowicz, Italo Calvino, o Julio Cortázar?
   Apenas se reponen estos nombres, apenas se mira la continuación de la historia, queda claro que hubo muchos escritores, no necesariamente heroicos ni hiperprofesionalizados, que siguieron dando pasos adelante. Pero esto, prestar atención a todas las innovaciones (y no sólo a las puramente formales) por supuesto haría caer de inmediato la tesis del callejón sin salida y la llegada providencial de las vanguardias para reanudar el movimiento creativo.

   También es altamente discutible la supuesta ley del rendimiento decreciente según la cual “el innovador cubre casi todo el campo en el gesto inicial, y les deja a sus sucesores un espacio cada vez más reducido y en el que es más difícil avanzar.”
   Esto depende mucho de la clase de innovación introducida. Hay innovaciones que, por su trivialidad, se agotan en la mera enunciación, o en la primera vez que se ponen a prueba (escribir toda una novela como un cadáver exquisito, o la “innovación” de reemplazar la novela epistolar por la novela de e-mails). Hay otras que, tal como afirma Aira, son casi el sello del autor que las introduce y quedan hasta cierto punto clausuradas para los seguidores (por ejemplo la forma característica, “desplazada”, de adjetivar en Borges). Pero hay también innovaciones que, lejos de cerrar espacios, abren campos y perduran en el tiempo, hasta incorporarse de manera finalmente tan natural a la práctica de la escritura que en algún momento dejan de advertirse. La innovación (formal) del estilo libre indirecto, que introdujeron en la novela moderna Henry James y Jane Austen es hoy una herramienta más de todos los escritores y dejó hace mucho de percibirse como un artificio que alguien usó un día por primera vez. Lo mismo ocurre en el plano ideológico: la representación novedosa de la conciencia, de la maldad, y de la mala fe en autores como Camus, Céline y Nabokov, o el tratamiento crudo y “desinhibido” del sexo, en D. H. Lawrence y Henry Miller, abrieron el camino para la representación de una sensibilidad “contemporánea” que perdura y se ha vuelto norma inadvertidamente.
   Pero distinguir entre las innovaciones abriría un campo de discusión que los formalistas prefieren eludir: cómo diferenciar las innovaciones triviales de las interesantes, las superficiales de las profundas, las ingeniosas de las geniales. (César Aira, por ejemplo, prefiere creer que “todo lo nuevo es bueno” y para la crítica argentina el adjetivo “experimental” esta investido de una connotación siempre admirativa: no hay experimentos triviales, o absurdos, o refritos de otros hechos hace cien años. Contra la advertencia cautelosa de Tu Sam[5], en nuestra literatura ningún experimento puede fallar).
  
   Aún así, aún cuando la tesis del rendimiento decreciente no puede sostenerse en pie, sí hay algo de verdad en la idea de que a partir de cierto momento histórico la novela, el arte de la novela, se encuentra con una dificultad adicional. Al adquirir conciencia de su forma, de sí misma como arte y retórica y suma de procedimientos, también aparece una exigencia de creatividad respecto a estos aspectos formales que ahora pueden (hasta cierto punto) separarse conceptualmente. Henry James, en “El arte de la ficción”,  hablaba de la época en que los escritores americanos hacían novelas tal como se hacen pasteles, de una manera “natural”, naif, como si no hubiera otra posible[6]. Es justamente la novela moderna la que se preocupa también por su retórica. Pero por supuesto, de reconocer esta dificultad adicional a desertar del juego hay una gran distancia. Para decirlo con un símil deportivo: aunque devolver el saque es cada vez más difícil los tenistas profesionales prefieren mejorar la devolución antes que pasarse al paddle. Yo escribí desde esa otra posición sobre esta segunda exigencia de originalidad en un artículo de 1994[7]:

   […] la literatura es, también, una forma de conocimiento, y esto obliga a tener en cuenta una larga historia de permanente invención, variación y agotamiento de recursos y de efectos, de teorías, de retóricas y de géneros. Pero ¿por qué suponer que esta historia ha llegado a su fin? Lo que se requiere, precisamente, es distinguir en la marea de obras lo que efectivamente “está dicho” de lo que queda por decir. Para formularlo como un programa: escribir contra todo lo escrito.
   Claro está que “escribir contra todo lo escrito” se vuelve  cada vez más difícil  a medida que pasa el tiempo, no sólo por la razón inmediata de que aumentan los registros probados, la extensión de lo que ha sido tocado, sino también porque se agudiza a la par el grado de conciencia de la literatura sobre sí misma, de manera que también se desgastan rápidamente los mecanismos formales, las sucesivas retóricas. Así, cada nueva obra en nuestra época tiene que debatirse con una segunda exigencia de originalidad en el plano de lo formal: establecer su retórica propia.
   Esta dificultad creciente de escribir tiene también, como un tentador escape, el abandono al  “está todo dicho”.

   Creo que aquí está la bifurcación esencial, de la que se desprenden las dos posibles actitudes frente al problema. Veamos en el artículo de Aira las consecuencias del abandono.
  
   “La profesionalización implica una especialización. Por eso las vanguardias vuelven una y otra vez, en distintas modulaciones, a la famosa frase de Lautréamont: "La poesía debe ser hecha por todos, no por uno." Me parece que es erróneo interpretar esta frase en un sentido puramente cuantitativo democrático, o de buenas intenciones utópicas. Quizá sea al revés: cuando la poesía sea algo que puedan hacer todos, entonces el poeta podrá ser un hombre como todos, quedará liberado de toda esa miseria psicológica que hemos llamado talento, estilo, misión, trabajo, y demás torturas.”


   Ya no valdría la pena, entonces, intentar grandes obras y sólo quedaría el regreso “liberador” a la literatura  amateur, o repetir, cien años después, los procedimientos de las viejas vanguardias, o bien, limitarse a la literatura de circunstancias. Pero quizá lo más curioso aquí es la inversión de la deserción en superioridad intelectual: el abandono de lo que resulta “demasiado difícil” se convierte, por arte de magia leibniziana, en el mejor mundo posible, desde donde se despreciarán como “conservadores” todos los demás intentos de seguir adelante. Talento, estilo, misión, trabajo, serían, a partir de ahora, “miserias psicológicas”, que pueden dejarse atrás sin culpas. Seguidores de Aira han tomado demasiado en serio estas ideas bajo las consignas de “Primero publicar, después escribir”, “Si existe Aira todo es posible” y la fórmula de que escribir “mal” está bien y escribir “bien” está mal.

   ¿Qué quedaría hacia delante una vez consumado este abandono? Según Aira, el procedimiento.

“La herramienta de las vanguardias, siempre según esta visión personal mía, es el procedimiento. […]   En este sentido, entendidas como creadoras de procedimientos, las vanguardias siguen vigentes, y han poblado el siglo de mapas del tesoro que esperan ser explotados. Constructivismo, escritura automática, ready-made, dodecafonismo, cut-up, azar, indeterminación. Los grandes artistas del siglo XX no son los que hicieron obra, sino los que inventaron procedimientos para que las obras se hicieran solas, o no se hicieran. ¿Para qué necesitamos obras? ¿Quién quiere otra novela, otro cuadro, otra sinfonía? ¡Como si no hubiera bastantes ya!”

   Ya no importarían las obras, lo que ahora importa son los procedimientos para crear obra. La obra -en segundo grado- sería la invención de procedimientos. Pero lo que ocurre (y Aira no parece darse cuenta de esto) es que así sólo se transporta el mismo problema al paso siguiente. Si actuara, como él cree, una ley del rendimiento decreciente sobre las obras, ¿por qué esta ley dejaría de actuar con respecto a los procedimientos? El procedimiento también queda bajo el problema teórico de la repetición. Y el que se propone crear procedimientos está expuesto a la misma clase de dificultad que el que crea obras. El agotamiento no es un problema de la novela, es un problema de la creación en general, de obras y de procedimientos. Y en efecto, los procedimientos también pueden ser repetitivos, monótonos, y no decir más que una sola cosa, hasta el hartazgo. De hecho esto es lo que ha ocurrido con uno que impera desde hace años en la literatura argentina, el preferido de Aira y sus seguidores. Es el truco ya gastado, gastadísimo, de llevar la narración hasta un cierto punto donde se crea un sentido y luego desviarlo o interrumpir la continuidad de ese sentido para dejar sentado que se está rechazando la vía de la novela “tradicional”. Crear expectativas sobre una trama, sobre un personaje, abrir una pequeña línea de suspenso, y a continuación dejar todo de lado abruptamente para indicar esto, algo programático que tiene que ver con el descreimiento de la idea de trama, de la identidad o causalidad del personaje, de la idea de la conformación de la novela como una totalidad, etcétera. Pero es siempre lo mismo, y siempre busca la misma clase de efecto, y siempre logra en la crítica el mismo elogio reflejo.

   Más aún, al separar el procedimiento de la obra, Aira cae en la misma clase de peligros que señala para la profesionalización:

“La profesionalización puso en peligro la historicidad del arte; en todo caso recluyó lo histórico al contenido, dejando la forma congelada. Es decir, que rompió la dialéctica forma-contenido que hace a lo artístico del arte.”

   Su intento de separar lo formal, y prestar atención sólo al procedimiento, ¿no estaría quebrando también esa dialéctica?
  
   Hay a continuación una contradicción interesante: Aira dice por un lado,  como parte del desprecio a las obras:

   “Una obra siempre tendrá el valor de un ejemplo, y un ejemplo vale por otro, variando apenas en su poder persuasivo.”

   Sin embargo, en el párrafo siguiente se contradice (y más aún, contradice todo lo que había sostenido hasta aquí en el artículo) al señalar hasta qué punto una obra, un “ejemplo”, puede ser único:

   “La cuestión es decidir si una obra de arte es un caso particular de algo general que sería ese arte, o ese género. Si decimos “He leído muchas novelas, por ejemplo, el Quijote”, sospechamos que no le estamos haciendo justicia a esa obra. La sacamos de la Historia para ponerla en la estantería de un museo, o de un supermercado. El Quijote no es una novela entre otras sino el fenómeno único e irrepetible, es decir histórico, del que deriva la definición de la palabra “novela”. En el arte los ejemplos no son ejemplos porque son invenciones particularísimas a las que no rige ninguna generalidad.”

   Justamente, ése es el camino alternativo: hacer de cada obra, de cada “ejemplo”, el único posible de una teoría. El ejemplo tiene que ser tan rico, tan particular, tan complejo, tan completo, que no pueda ser abstraído y reducido para su repetición por la teoría. Hacer novelas de las que se derive la redefinición de la palabra novela. Ésa es la gran cuestión, el gran problema de la literatura contemporánea. Un camino seguramente cada vez más difícil, pero más interesante como desafío que volver a sacar de abajo.


   Dejé para el final este fragmento de una entrevista[8] reciente a César Aira:

   —Durante una época, hace unos veinte años, yo no abría la boca si no era para hablar del Procedimiento: decía que la función del artista no era crear obras sino crear el procedimiento para que las obras se hicieran solas, que “la poesía debe ser hecha por todos, no por uno”, y muchas cosas más por el estilo, que sonaban bien pero no tenían mucho sentido. Supongo que lo decía para hacerme el interesante. Por supuesto, nunca puse en práctica nada de eso. Seguía escribiendo mis novelas, como las sigo escribiendo, sin procedimiento alguno y sin esperanzas de que algún día lleguen a escribirse solas. No me siento culpable de fraude, porque la culpa no es del todo mía. A los escritores nos están pidiendo teorías todo el tiempo, y cedemos a la tentación de darles el gusto, por cortesía, por juego, o para que no nos tengan por unos brutos. En mi caso al menos, inventar una teoría es un acto tan imaginativo, y tan irresponsable, como inventar el argumento de una novela. No creo que le haga daño a nadie, y hasta podría acertar con alguna verdad útil. Tampoco estoy tan seguro de la superioridad del proceso sobre el resultado. Teóricamente suena bien, pero en la práctica me da la impresión de que ese arte “process oriented” que ahora está de moda corre el peligro del ombliguismo o narcisismo o de terminar girando sobre sí mismo en una estúpida infatuación. Creo que yo no siempre he escapado de ese peligro.

   Quizá esto marque el fin de una parábola. Estas cosas “que sonaban bien pero no tenían mucho sentido” fueron la coraza ideológica de toda una generación de escritores a partir del grupo Babel y el repertorio principal de la crítica cultural que dominó (y todavía domina) en la Argentina durante los últimos treinta años. Estas ideas que no sólo Aira decía “para hacerse el interesante” dieron lugar a la confrontación de bandos estéticos entre supuestos vanguardistas y horrorosos “convencionales” y determinaron por varias generaciones el adentro y afuera de la valoración literaria. ¿Qué ocurrirá ahora con los miles de papeles que se escribieron a favor de estos clichés, con las actas de congresos y las muy serias tesis doctorales? ¿Habrá alguien en el campo de la crítica dispuesto a reconocer que todo era otro chiste de Aira?


REFERENCIAS

-Aira, César, La nueva escritura, La Jornada, Nº 162, 12 de abril de 1998, México. Versión Online

-Aira, César, Retrato del escritor genial en pose de distraído, entrevista de Damia Gallardo, Originalmente en “Quimera”,  febrero de 2009; y reproducida en Diario Perfil, domingo 10 de Mayo de 2009, Año III, Nº 0363. Versión Online

-Aira, César, El misterioso señor Aira, entrevista de Pablo Duarte, originalmente en “LETRAS LIBRES”, noviembre de 2009; y reproducida en ADN La Nación, Sábado 28 de noviembre de 2009. Versión Online

-Gianera, Pablo, Instrucciones de uso, ADN La Nación, Sábado 28 de noviembre de 2009. Versión Online

-Pauls, Alan, En el cuarto de las herramientas, Radar Página 12, Domingo, 13 de junio de 2004. Versión Online

-Casas, Fabián, Tarde en la noche, viendo a Cortázar, Ensayo Bonsai, Emecé, 2007. Versión Online

-Tabarovsky, Damián, Literatura de izquierda, Beatriz Viterbo, 2004.

-Tabarovsky, Damián, Entrevista pública de Patricio Zunini, Eterna cadencia, 2010. Versión Online

-Martínez Guillermo, Literatura y racionalidad, La Nación, 1994. Versión Online

-Martínez Guillermo, “Un ejercicio de esgrima”, en La fórmula de la inmortalidad, Planeta, 2005. Versión Online


[1] La nueva escritura, La Jornada, Nº 162, 12 de abril de 1998, México.
[2] “Yo me he vuelto un favorito de la academia. Lo he pensado mucho: ¿por qué se escriben tantas tesis sobre mí cuando no se escriben tantas sobre escritores mucho mejores que yo? Yo sé por qué pasa. Yo les estoy sirviendo en bandeja de plata lo que necesitan.” César Aira en una entrevista para Letras libres, 28 de noviembre de 2009. Versión Online
“Aira es un tipo que ha colonizado a la crítica”  Damián Tabarovsky en una entrevista pública en Eterna cadencia, 15 de marzo de 2010. Versión Online
[3] Cuando reunió su obra completa en la edición de Nueva York, quiso que tuviera veinticuatro tomos, como la de Balzac. De mala gana se extendió a uno más y dejó muchos de sus relatos afuera.
[4] “Yo, que había vivido abandonado a la pereza y la disipación, a la enfermedad, los cuidados y las manías, emprendí mi labor creyendo próxima mi muerte, sin saber nada de mi oficio.” En busca de Marcel Proust, André Maurois, Vergara, Buenos Aires, 2005, p. 121.
[5] Famoso ilusionista y fakir de la televisión argentina, que antes de cada prueba que ponía en riesgo su vida advertía “Puede fallar”.
[6] “Durante el período al cual me he referido se tenía la cómoda y jovial sensación de que una novela es una novela como un pudín es un pudín, y de que lo único que cabía hacer con ella era engullirla.” El arte de la ficción en El futuro de la novela, Henry James, Taurus, Madrid, 1975, p. 16.
[7] Literatura y racionalidad, La Nación, 1994.
[8] Originalmente en “Quimera”,  febrero de 2009; y reproducida en Diario Perfil, domingo 10 de Mayo de 2009, Año III, Nº 0363.

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